Correspondencia telemática

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

15 ene 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Si por algo se caracterizan las fiestas navideñas de los últimos años es por el uso exagerado de los whatsapps que recibimos y enviamos. Para que, en definitiva, todo se quede en «Feliz Navidad» o un «Feliz año nuevo», a veces acompañado de alguna imagen más o menos curiosa. La llamada por teléfono, que no hace mucho, era lo usual, o no digamos ya la postal navideña, han quedado en desuso, como tantas buenas costumbres de antes. Y es una pena: yo casi no me atrevo a llamar en Nochebuena ni en fin de año a familiares y amigos porque ya me han mandado su whatsapp y debo contestarlo, y porque, además, seguro que están entretenidos enviando este tipo de mensajes a otros. Y con ello pierdo el atractivo del diálogo personal, con la espontaneidad de las voces que conozco tan bien desde siempre y que tanto reconforta escucharlas.

Además, debo confesar que si quiero escribirle al destinatario algo personal, que no sea manido ni protocolario, como el mensaje ha de ser necesariamente breve, siempre se me quedan ideas por matizar con las palabras adecuadas, lo que me deja la insatisfacción de haber mantenido una comunicación incompleta, cuando no inadecuada.

Algo parecido me pasa también con el correo electrónico, aunque este pueda ser más extenso. El texto gana en precisión, pero el mensaje, el que mando o el que recibo, siempre me parece más frío e impersonal que el que se utiliza en la carta convencional. Letra sin alma, lo definió alguien, y yo lo suscribo. El caso es que el correo postal va quedando cada vez más atrás, y se va sustituyendo por nada, que es muy frecuente, o por el correo electrónico, cada vez más escueto y telegráfico. Tengo la suerte de tener dos amigos que por Navidad me mandan siempre sendas postales, escritas con letra apretada porque quieren decir mucho en poco espacio, pero por lo menos mantengo el recuerdo de lo que se hacía con normalidad hace no tantos años. Creemos que con las redes sociales nos relacionamos más que antes de su existencia, pero yo creo que no se puede llamar relación al intercambio de frases de dos líneas, sin sujeto, verbo ni siquiera predicado y, a menudo, con tres faltas de ortografía por el medio.

Siempre leí con gusto las autobiografías de buenos escritores. Pero prefiero su literatura epistolar, su correspondencia con otras personas. Flaubert, Stendhal o Proust, con centenares de cartas cada uno, nos dejaron unas joyas literarias que tienen el gran mérito de que nos cuentan lo que están viviendo en el momento en que las escribe. Mientras que en la autobiografía el escritor relata lo que ya sucedió, lo que queda atrás en el tiempo, en la carta cuenta ‘en caliente’ lo que está sucediendo. La carta nace en tiempo real, por lo que refleja el presente de quien la escribe. Además, el papel proporciona a lo que se dice una nueva dimensión, personal y directa. Es como si a través de él se transparentaran anhelos y sentimientos. Eso lo aprendí muy pronto, desde que encontré en un viejo baúl de mi casa familiar algunas de las cartas que mi abuelo le había escrito a mi abuela desde Melilla, donde hacía el servicio militar, durante la guerra de África de 1921. Era un joven soldado de infantería, ya casado, con un hijo de meses, y esas cartas eran breves, pero intensas. Hablaban de muy poco, pero decían mucho. Eran palabras cargadas de miedo, de nostalgia, de amor, de esperanza, de pena, escritas en un papel fino y pautado, con una redacción muy precaria. Pero tenían vida, tanta, que no cabría ni en un centenar de correos electrónicos.