Manzanilla

José Varela FAÍSCAS

FERROL

02 ago 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Es tiempo de recolectar la manzanilla silvestre para las infusiones del otoño y el invierno. Adelantarse al alabeo de los pétalos, que se plegarán sobre el tallo como volantes de bádminton jibarizados, inequívocas señales de que periclita el vigor de muchas de las flores, y con el declive se arruga su aroma, cuyo eco deberá resonar en la sala del oreo y secado. A esta altura del año, todavía festonean los caminos y blanquean los campos rasos en cualquier lugar que vayamos. También el orégano reivindica su momento si, como con la manzanilla, somos avaros de su perfume. No hay prisa para hacerse con el hinojo, nuestro fiúncho, que reclamará su turno cuando las castañas tamborileen sobre la hierba. Un repetido ciclo gobernado por un reloj panteísta tan caprichoso como inexorable. Todo tan cercano y tan humilde: se ofrece así, al natural, como una invitación a disimular el milagro para no humillar el embobamiento cotidiano con las majaderías habituales que nos ocupan. Son dones con la infatigable modestia de no llamar la atención más allá de su discreto color y su particular perfume, poca cosa frente al ruido y la enajenada estulticia que nos guía. Salí hace unos días a recolectar manzanilla con el auxilio de mis nietas, Mariña y Antía, aviadas con sus bolsas de tela de algodón en bandolera, que bajo el sol de julio me recordaban el lienzo de Millet, y gracias a la prestidigitación de sus ágiles manos la cosecha superará la de otras campañas. Pero tendré que esperar a ver cómo secan y retienen, si no acrecientan, su fragancia, que aun habrá de incorporar tonos de heno. (Este bucle melancólico debe de ser cosa de la vejez y el aislado retiro en Pantín).