San Andrés y la isla que navega

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

21 jun 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

N o sabría decir cuántas veces he ido ya a San Andrés de Teixido a lo largo de mi vida. Y, no obstante, tengo la esperanza de poder seguir yendo también cuando haya muerto. Ese lugar, esa puerta entre dos mundos, forma parte de mí por mil razones diferentes, vinculadas al corazón todas ellas. Si paso demasiado tiempo sin ir allí, sea por lo que sea, me invade un cierto desasosiego. Se conoce que echo de menos a aquellos con los que uno siempre se reencuentra en el santuario, aunque no los vea. El caso es que el miércoles volví a San Andrés, por fin, tras todos estos meses de ausencia, y me encontré con algo que no me había ocurrido jamás: que no había allí, cuando llegué, ni un solo romero. O, para decirlo de manera un poco más precisa, ni un solo romero de carne y hueso. Pero estoy seguro de que eso cambiará muy pronto. No me cabe ni la más mínima duda de que Teixido volverá a llenarse enseguida de ofrecidos y de turistas llegados desde los lugares más diversos. Como estoy convencido, también, de que los caminos de Santiago volverán a tener tantos peregrinos como siempre. La realidad, ya lo verán ustedes, vendrá a confirmar aquello, tan hermoso, de que son precisamente los caminos los que «dan as xentes». Las gentes y las historias, por supuesto. De la misma manera en la que las grandes rutas de peregrinación -y yo creo que es de justicia incluir siempre al camino de Teixido, con todos los honores, entre ellas- nos ayudan a saber quiénes somos de verdad -permitiéndonos salir de nosotros mismos y mirar más lejos-, el hecho mismo de peregrinar, que es una bellísima metáfora de la vida, también nos regala mil historias maravillosas, que salen a nuestro encuentro, sin pedirnos nada a cambio, cuando uno está dispuesto a escucharlas. A mí, por ejemplo, el miércoles, en Teixido, Cabo do Mundo, me contaron que aún se ve pasar a veces una isla que navega. Cosa que me alegró extraordinariamente, porque vino a confirmar que no andábamos tan equivocados los que soñamos con la Isla Ballena. Y también me hablaron del legendario cura Miragaya, gran cazador y uno de los hombres más fuertes de su tiempo. Yo llegué a conocer, hace años, a una sobrina de aquel señor. Fue ella, muy mayor entonces ya, quien me explicó que el cura, su tío, quiso que sus restos reposasen a las puertas de la iglesia para que su tumba estuviese a los pies de todos cuantos van a visitar al santo.