Sobreabundancia

FERROL

12 ene 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Me ocurre con frecuencia que algún detalle secundario me hace recordar que el mundo en el que vivo ahora no es el mismo, no ya que en el que nací y me crie, sino que también difiere mucho del de hace dos o tres decenios. Si se acepta que una generación humana se renueva cada quince años, tengo que concluir que estas dos últimas generaciones tienen ya muy poco que ver con la mía en cuanto a costumbres, formas de vivir y de relacionarse. Son otras, son distintas, y a mí me parece que no son mejores. Viene esto a cuento de que, desde hace unos años, el día de Reyes no me parece el mismo de antes. Y ya no me refiero a los años de mi niñez, cuando en el pueblo dejábamos en la ventana de la habitación vasos de leche para los tres Magos de Oriente y otras tantas espigas de maíz para sus camellos, y nos encontrábamos a la mañana siguiente con una pelota de goma o una pistola de plástico, pero como las del Oeste, o simplemente con un cartucho de higos y pasas. Regalos que, aunque humildes, eran recibidos por todos los de mi edad como algo excepcional, que nos alegraba y que agradecíamos. Yo disfruté mucho durante todo un año con un tractor grande, del que tiraba por un cordel delantero, y en el que cargaba todo tipo de menudencias en nuestros juegos inocentes. Pero, como decía, ya no me refiero a ese pasado remoto, sino a otro más próximo, cuando eran niños mis hijos, es decir, hace treinta y tantos años. Recuerdo aquellas mañanas de ese día, que empezaban muy pronto por la ansiedad de ver qué le habían dejado los Reyes, y que se prolongaban en la plaza de Amboage jugando con su pelota, estrenando la bicicleta o empujando un camión de latón, pero de gran tonelaje. La alegría era compartida con muchos niños y niñas de la vecindad que se habían dado cita también allí para disfrutar cada cual de sus juguetes. Patines, balones, bicis con ruedines, coches teledirigidos…, que servían para que los demás curiosearan, para interrelacionarse unos con otros, para comentar entre ellos, para jugar todos juntos… Para los padres también era un día distinto por ver cómo aquellos niños disfrutaban de esos regalos con la misma ilusión con que los habían pedido. Por unas horas, la alegría infantil por sus juguetes recién estrenados rejuvenecía la tranquila plaza de cada día.

Este año salí a dar un paseo por la misma plaza y a la misma hora de aquellos años. Estaba casi desierta, con la gente mayor de todos los días que iba y venía paseando al sol. Ni restos de aquella algarabía infantil. Se ha diluido en el tiempo, con la misma facilidad con que la escasez, educativamente tan sana, ha sido superada por la nociva sobreabundancia. Ahora los juguetes empiezan a llegar a las casas ya por Navidad: los trae un señor gordo, que los protestantes holandeses llamaron Santa Claus y que por el mundo anglosajón se extendió con el nombre de Papá Noel. Además, los niños de hoy reciben tantos regalos, que abren un paquete detrás de otro sin fijarse casi en lo que contienen. Regalos todos de última tecnología con dispositivos electrónicos, como tabletas informáticas, play stations, móviles… Todo tipo de artilugios que, tendrán su utilidad, pero que recluyen al niño en una habitación de su casa en una diversión no compartida con nadie. Estará muy entretenido con tanta imagen virtual, pero está dejando de correr, de jugar, de disputar y, por lo tanto, de relacionarse con otros niños y niñas de su edad, que es una actividad muy recomendable.