El poeta errante

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

10 feb 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Me interesé por el poeta alemán Josef María Rilke (1885-1926) cuando me enteré de que Torrente Ballester había traducido al español una de sus obras más importantes, Las ruinas de Duino, que aquel había publicado en 1923. Me gustó su poesía -con un aire innovador, aunque conservando una agradable tonalidad romántica-, pero me sorprendió más el hombre que la escribió. Su biografía es el testimonio del poeta bohemio y desclasado, que vive entregado a su arte, que vive en «estilo poeta», identificado con la poesía y que, de paso, trató de vivir de ella. Es la figura rotunda del poeta brillante en los años 20 del siglo pasado. Rilke, además, es la reencarnación de don Juan Tenorio en la fisonomía elegante de un hombre sensible e inteligente. Gracias al don de la palabra poética logró alcanzar el mecenazgo y la protección en las alcobas de muchas damas de la alta aristocracia europea. Seducía a estas mujeres de alto copete con su aire melancólico, y con sus versos profundos y delicados actuando como armas de seducción. Hay gente, hombres y mujeres, que tienen la facilidad de la palabra, el carisma de su voz, la convicción de lo que dicen como dones adquiridos de nacimiento. Y los utilizan sin ningún reparo. Sin ir más lejos, yo tuve un amigo en la época de estudiantes en Santiago, que nos maravillaba a todos por su facilidad para ligar con las chicas que se proponía. Le preguntábamos por el secreto, y siempre respondía: «No hay secreto, las enamoro a punta de dialéctica».

Volviendo a Rilke, al acabar sus estudios universitarios publica un par de libros y decide vivir como poeta iniciando una vida trashumante, siempre a la caza de mujeres benefactoras que le saquen de la escasez económica en la que estaba condenado a vivir. Se marchó a Múnich, donde conoció a una condesa joven, bella y romántica, y con ella ensayó su forma peculiar de conquista amorosa, que consistía en una aproximación desde la ternura, unos versos inflamados en pasión, y una vez lograda la seducción de la dama, se marchaba a otro lugar. Quedaba una relación epistolar en la que evocaba los dulces momentos vividos y no faltaban nunca vagas alusiones a un regreso a su lado. De su estancia en el castillo de Duino, en Trieste, propiedad de una princesa del imperio austro-húngaro, queda su obra más conocida, Las elegías de Duino. Empeñó tanta vocación en escribir como en acumular amantes que siempre venían con un apellido largo y una fortuna considerable. De todas ellas, fue la rusa Lou Andreas-Salomé, una de las que más huella dejó en su vida. Rilke tenía 21 años y ella, casada con un catedrático de lenguas asiáticas, 10 más.

Mujer libre, de gran personalidad, había sido amante de hombres de máximo nivel intelectual, como Nietzsche, Freud y Mahler. Sobre ella hizo una estupenda película Liliana Cavani, Más allá del bien y del mal (1977), y recientemente se estrenó otra, Lou Andreas-Salomé (2016). Vivieron y viajaron juntos, y esa pasión intelectualizada fue manantial para muchos poemas amorosos. Lou entendió y aceptó que Rilke llegaba, enamoraba y huía dejando unos versos o unas cartas o un algo que mantenía la llama viva, porque él no se cansaba de repetir que «el amor vive en la palabra y muere en las acciones». Siempre se iba, quizás también sabedor de que su destino estaba en otra parte, aunque nunca supo exactamente dónde. Lo único cierto era que en cada lugar dejaba un amor, unas cartas, un poema y la pena de su ausencia.