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josé antonio ponte far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

21 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde hace poco tiempo se anuncia en la televisión una compañía aseguradora de decesos que es muy antigua. Por lo menos desde mi infancia, porque yo la recuerdo instalada en un pequeño local donde se acumulaban los féretros. Ahora, suscribiendo la póliza correspondiente, aseguran al cliente una buena atención una vez que fallezca, encargándose ellos de todo lo que es necesario para un buen entierro. Pero como los tiempos evolucionan, ahora el suscriptor recibe con la póliza del seguro dos boletos para un sorteo de otros tantos billetes de avión a un destino turístico. Es que no sabemos ya cómo hacer para disimular la realidad inexorable de la muerte. Hoy ha sido esterilizada y descafeinada. Los tanatorios de las ciudades se van pareciendo cada vez más a sus aeropuertos. Se anuncian por altavoz las salidas de los difuntos de la misma manera que la de los aviones que salen para París o para Roma. El ambiente que acompaña al fallecido, lógicamente está marcado por el dolor, pero es un dolor contenido, educadamente disimulado. Nada de aquellos gritos que se oían en las casas, sobre todo cuando sacaban al difunto camino ya del cementerio, y que parecían copiados de las tragedias griegas. Todo era más natural, la muerte era algo traumático, pero que se asumía sin más aspavientos que los inevitables, sabedores todos de que la vida seguía.

 Esto de disimular y esconder la muerte empezó en las ciudades, porque en las aldeas y pequeños pueblos de Galicia esa cruda realidad que se llevaba por delante a los abuelos, a veces a algunos padres y también a niños, era aceptada con más naturalidad. Yo recuerdo que la primera vez que vi un difunto fue a la salida de la escuela, con cuatro compañeros más. Al enterarnos de que había muerto el señor Ramón, que era carpintero y nos surtía de espadas de madera para jugar, y hasta nos había hecho un futbolín muy apañado, nos presentamos en su casa, sin consultarlo con nadie. Nos pareció la mejor manera de mostrarle nuestro agradecimiento. Nos recibió su mujer que, después de dudar un poco, nos mandó pasar a una habitación en la que, junto a la cama desmontada, estaba en el ataúd el señor Ramón, encorbatado y con el traje de los domingos. Nos sorprendió que no nos dijese nada, él que siempre tenía una frase simpática en la boca, pero le echamos la culpa a un pañuelo que tenía atado a la cabeza y que le sujetaba la barbilla…

Y recuerdo, también, que había dos hombres que se movían con agilidad, colgando un paño negro en la pared, colocando hachones, crucifijos, rosarios y otras cosas que iban progresivamente convirtiendo aquella habitación en un sitio grave y lúgubre. Había también cuatro o cinco señoras bisbiseando avemarías, que seguían con mucha atención la maña que se daban aquellos dos operarios, curiosamente de la misma compañía aseguradora que esta que ahora promete viajes al Caribe. Una de ellas no pudo contenerse y alabó en voz alta el buen trabajo de los dos hombres. El que era dueño de la funeraria dejó de trabajar, miró para ella y, con un gesto de suficiencia y voz impostada, le dijo: «¡Señora, somos profesionales!». La misma frase con que termina el actual anuncio de la tele, ese que ofrece viajes al Caribe. ¡Qué vericuetos secretos tiene la memoria en el cerebro para que yo, al oír ahora estas palabras, me acuerde de aquella escena, una tarde lejana, en la que el señor Ramón no nos gastó ninguna broma!