Un tipo fiable

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

08 jul 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando le hago una visita al tío Pepe, siempre me sorprende con alguna historia interesante, con ese gusto suyo de sacar recuerdos a flote, como diría J. Cortázar, que él logra encajar con naturalidad en la fluidez de la conversación. Mi tío es un joven de 94 años, con una memoria estupenda y el buen sentido de toda la vida. Solo tiene problemas para moverse, «la vejez me entró por las piernas», dice estoicamente desde su silla de ruedas. En esta ocasión la historia es de los maquis, aunque el verdadero protagonista sea Gregorio, vecino y veterinario del pueblo, con el que mantuvo una gran amistad desde la escuela. 

Los hechos transcurrieron en los primeros años 40, cuando los maquis tenían una considerable presencia en los montes de Galicia. Época de hambre, de penuria y de severa vigilancia de la Guardia Civil. Una noche de invierno, Gregorio, después del trabajo diario, se paró a jugar una partida de dominó con sus vecinos, como era su costumbre, en la taberna que había a la salida del pueblo. Era el vicio que se permitía antes de retirarse a casa montado en su caballo. En un momento determinado, la puerta se abrió con estrépito, tres hombres armados, caras tapadas, escopetas de dos cañones en las manos, irrumpieron en la taberna de Pedro. «Quieto todo el mundo», se situaron estratégicamente, conocían el sitio. «No queremos hacerle mal a nadie. Necesitamos al veterinario porque tenemos un caballo herido. Y como vayáis con el cuento a la Guardia Civil, nos obligaréis a matar a don Gregorio. Así que, coja el instrumental, monte en su caballo, y venga con nosotros». Cuatro o cinco horas después del secuestro, el veterinario se personó en el cuartel de la Guardia Civil, con su sombrero alón, su grueso capote militar que se había traído de la guerra, y fumando un puro de los buenos. No parecía asustado; al contrario, fue él quien serenó al inquieto sargento que lo interrogaba con cierta desconfianza.

«Pero sargento, cómo iba yo a reconocerlos si entraron con pasamontañas, y al salir, me vendaron los ojos. Yo iba atento, pero empezamos a dar vueltas y perdí la orientación. Luego anduvimos cosa de treinta o cuarenta minutos, a caballo, claro. Llegamos a un pallal que no vi porque me sacaron la venda estando ya dentro, y allí tenían un caballo, tumbado en el suelo, con una pata delantera rota. Con el animal estaba un hombre, con la cara tapada, así que no vi a nadie, ni tampoco quise ver nada». En realidad, me contaba mi tío, ni le vendaron los ojos ni nada por el estilo. Gregorio los conocía hasta por el habla. Le dijeron que no temiera, que habían hablado de matar solo para asustar a los parroquianos. Lo llevaron a un molino, donde esperaba uno de la cuadrilla con una pierna rota. Gregorio hizo el trabajo lo mejor que pudo: se la entablilló y se la vendó con unas gasas improvisadas. Le dio un abrazo de solidaridad a aquel hombre que no se quejó en ningún momento, y le dijo que se acercaran hasta Noia, donde vivía un médico amigo suyo que le terminaría el trabajo de la pierna, porque había riesgo de infección. Y el herido, esbozando una sonrisa, sacó de la bolsa un puro, se lo dio, y le dijo: «Son de los buenos, se lo confiscamos ayer al alcalde de Carballo». Gregorio, después en el cuartel, hizo la confesión pactada: no nombró el molino, y desvió a los guardias hacia el norte, mientras los guerrilleros, camino de Noia, iban hacia el sur.