Meriendas

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

25 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Estoy sentado en un banco de mi plaza preferida, disfrutando de un sol tibio en este febrero lluvioso. Es la hora de salida de los colegios y hay una algarabía infantil que pone vida y movimiento en la tarde corriente de un día cualquiera. A mi lado se han sentado dos niños de unos diez años (que recuperan fuerzas de tanto subir y bajar la cuesta cercana con sendos patines) con dos considerables bocadillos que traían en su mochila.

Sé que uno es de jamón, el del chico que está más cerca de mí, porque le dijo al otro que su madre siempre le hace lo mismo: él lo prefiere de chorizo o salchichón, pero ella está empeñada en que coma jamón. El otro, pendiente de los chicos que están jugando al fútbol cerca de las escaleras, le dice que no hay ninguno que se pueda comparar con los de tortilla, que es lo que él está comiendo.

Y mientras ellos hablaban y comían, yo me quedé pensando en lo difícil que era en mis tiempos ver a niños de esta edad comiendo bocadillos de jamón. Era un artículo de lujo, y solo cuando alguno se encontraba enfermo, sobre todo si era algo relacionado con los pulmones -eran bastante frecuentes los problemas con la pleura- lo alimentaban, si es que podían, con unas raciones de jamón. Pero en condiciones normales, pasábamos todos con pan y una onza de chocolate y... a correr. Había niños que tenían tan mitificado el jamón, que hablaban de él con frecuencia y recordaban con emoción y exactitud las tardes lejanas en que habían comido un bocadillo inolvidable. Y en este punto me acordé de un cuento de Juan J. Millás, que leí hace tiempo, en que hablaba de un legendario jamón que había en casa de un compañero suyo de colegio. Eran los primeros años 50, cuando la necesidad y la escasez aún eran apremiantes, especialmente en los barrios populares de un Madrid todavía convaleciente de la posguerra. Si no se pasaba hambre exactamente, sí se tenían ganas de comer cosas que nunca se podían satisfacer. El caso es que este chico les contaba a sus amigos que en su casa, desde las últimas Navidades, había un enorme jamón colgado del techo en la despensa, al que todos los días él le iba a hacer una visita meramente visual solo para disfrutar de su presencia.

Además, la madre acentuaba su curiosidad explicándole que en las profundidades de aquella carne oscura estaba enterrado un hueso que serviría para hacer un caldo exquisito.

El niño le preguntaba cuándo lo empezarían, y ella le decía que solo cuando tuviesen un cuchillo apropiado para cortarlo. Y le explicaba cómo había que hacerlo, por dónde había que empezarlo, el grosor exacto de cada loncha… Los domingos por la tarde, los amigos del colegio iban a su casa a ver el jamón, y cuando abrían la despensa y aparecía aquella pieza tan contundente y prometedora, algunos se emocionaban y estaban a punto de echarse a llorar. Aquello era un tesoro prohibido para ellos, al que nunca tendrían acceso. La madre les decía lo que ya todos conocían: que les hubiese cortado unas lonchas, pero no tenían el cuchillo apropiado.

Lo malo fue que, meses más tarde, al jamón le empezaron a salir gusanos, quizás por estar mal curado, y el niño ni siquiera tuvo la oportunidad de contemplar el milagro del hueso.

Lo enterraron en el patio de atrás, y durante mucho tiempo todos en la casa contemplaron su tumba con auténtica desolación. ¡Y este niño del banco echándoles pan y jamón a las palomas!