Discreción

josé antonio ponte far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

05 nov 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

¡Qué bien hubiese quedado Artur Mas callado, en vez de decir que no solo no se marcharía ninguna empresa de Cataluña, sino que muchas se pelearían por instalarse allí cuando fuese independiente! ¡Qué bien habría quedado Rajoy si no dijese que el 1 de octubre no habría urnas en Cataluña! La actualidad catalana se impone, por eso me acuerdo de estas frases (podría citar docenas) al leer un ensayo sobre el Romancero Viejo castellano, en el que su autor destaca, como una de las principales virtudes de los romances tradicionales, el saber callar a tiempo. Los romances suelen terminar antes de que lo haga la historia que están relatando, lo que le proporciona un componente de ambigüedad y de misterio al dejar en el aire la duda de cómo finalizará el relato. Esto de «saber callar a tiempo», se puede aplicar también, según los entendidos, al mundo pictórico y al literario, porque una pincelada de más acaba por estropear un cuadro, y una sola palabra puede arruinar un poema. Y todos, en nuestra experiencia vital, sabemos que una palabra de más (en estos casos, también una de menos) puede acarrear un serio inconveniente, como romper una amistad o estropear una relación sentimental. Lo que sí está claro es que hay que tener cuidado con las palabras, en cuanto a su uso y su oportunidad. Que es lo que antes nos recomendaban nuestros mayores, que ellos consideraban eso como una gran virtud a la que llamaban discreción. Ser discreto es ser sensato, y lo sensato es saber callar a tiempo. Valle-Inclán, entre cuyas virtudes no figuraba precisamente la discreción, soportaba muy mal al indiscreto. Muchos años debió de estar colorado como un pimiento aquel chico que lo interrumpió en su tertulia de café cuando don Ramón estaba disertando sobre las arañas, una de sus raras aficiones. Explicaba que algunas familias de estos animales eran homófagas. Al oír la palabra, el chico lo interrumpió para preguntarle qué significaba esa palabra. Don Ramón, molesto por la interrupción, le explicó: «que se comen a las de la misma especie. Por ejemplo, usted es un homófago cuando come besugo».

Yo siempre sentí una especie de terror ante el clásico metepatas, que te dice una impertinencia o te compromete a las primeras de cambio. Nunca sé qué responder o cómo hacerle ver, de buenas maneras, su indiscreción. Una situación en la que uno se encuentra con bastante frecuencia.

La gente, en general, se mide muy poco a la hora de relacionarse con los demás. En este sentido, nunca se me olvidará una anécdota muy elocuente que escuché hace años de boca de un conocido de mi padre, con el que se paró a hablar, conmigo al lado. Ahí descubrí yo al primer impertinente, por lo menos fue el que me puso en guardia contra todos los que vendrían después. Ese señor iba con su madre, una viejecita con paño negro a la cabeza, que le hacía destacar aún más unos ojos muy vivos y despiertos. Mi padre sabía que ese vecino había construido una casa sencilla, pero nueva, en el pueblo, aunque seguía viviendo en la vieja de toda la vida. Por eso, le preguntó cuándo se trasladaba con la familia a la nueva vivienda. «Cando morra aquí mamá», dijo señalando a la señora. La cara que puso «mamá» pareció un signo de interrogación entre el paréntesis del paño negro. Yo descubrí ahí el peligro de los impertinentes. Y creo que la pobre señora, se enteró, tan tarde, de que su hijo era uno de ellos.