De la frivolidad al chantaje

Javier Armesto Andrés
Javier Armesto REDACCIÓN

EXTRAVOZ RED

ED CAROSÍA

25 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Junto a Nicole Kidman, Will Smith y todo un firmamento de estrellas de Hollywood, la influencer sobre temas de belleza Amanda Steele, de 17 años (2,8 millones de seguidores en YouTube), y su colega suiza Kristina Bazan (2,4 millones en Instagram), se pasearon hace un año por la alfombra roja del Festival de Cannes. Más recientemente, en la ceremonia de los Goya 2018, Televisión Española le dio un micrófono a Gala González para que entrevistara a los actores, actrices, directores y demás representantes del mundo del cine, a los que apenas pudo preguntar algo más que las marcas de ropa y joyas que llevaban encima. «Es un look super red carpet», «está muy guapa porque yo llevo un vestido muy parecido» o «soy fan de las piernas» fueron algunos de los comentarios de enjundia que hizo la sobrina de Adolfo Domínguez y autora del blog sobre moda Amlul.com.

Que una cadena pública destine el dinero que pagamos todos a contratar a una persona con nulos conocimientos de periodismo para ejercer el papel que debería encomendársele a un profesional demuestra el estatus que han alcanzado los influencers en nuestra vida diaria. Hace poco, durante un viaje de trabajo, un conocido instagramer me lloraba por lo duro que era su cometido: tener que subir una fotografía diaria a su perfil. «Hay que elegir entre un montón de fotos y me cuesta mucho decidirme», explicaba. Por esa ardua labor recibía encargos e invitaciones de todo tipo de compañías que valoraban eminentemente su número de seguidores ?ya se ha demostrado que se pueden comprar cientos de miles por poco dinero? más que la calidad o interés de las instantáneas.

La cosa no pasaría de ser un ejemplo más de la banalidad, frivolidad y el postureo típico del tiempo que nos ha tocado compartir, si no fuera porque algunos de estos personajes intentan aprovecharse de su popularidad e incluso directamente chantajear a empresas y negocios. Ocurrió en enero pasado, cuando Elle Darby, una influencer norteamericana especializada (es un decir) en estilo de vida, belleza y viajes, ofreció a un hotel de Dublín mostrar el establecimiento en sus redes sociales a cambio de obtener cinco noches gratis para ella y su novio, a los que les apetecía pasar unos días de vacaciones en la capital irlandesa. La respuesta del propietario de The White Moose Cafe, Paul Stenson, fue ejemplar: «Querida influencer. Gracias por tu correo electrónico en busca de alojamiento gratuito a cambio de publicidad. Se necesitan pelotas para enviar un correo electrónico como ese. Si te dejo dormir aquí a cambio de salir en un vídeo, ¿quién va a pagarle al personal que cuida de ti? ¿Quién va a pagar a las camareras que limpian tu habitación? ¿A los que te sirven el desayuno? ¿La recepcionista que te registra? ¿Quién va a pagar por la luz y el calor que usas durante tu estancia? ¿Tal vez debería decirle a mi personal que aparecerán en tu vídeo en vez de pagarles por el trabajo que hacen mientras estás en la residencia? Mis mejores deseos. P. D. La respuesta es no».