«Pedir es algo muy duro. Lo odio»

Iago García | Ruth Sousa

EXTRA VOZ

MARCOS MÍGUEZ

Unos viven en la calle, otros de ella, pero todos tienen algo en común:  no quieren ser invisibles. Dominique, Manuel y Ramón conseguían hace muy poco no dormir en un cajero o en un soportal, pero saben que les queda mucho por andar

02 feb 2015 . Actualizado a las 11:18 h.

Dominique Françoise Crelerot es doctor en Bellas Artes y habla tres idiomas. Trabajó como informático y también como comercial, pero ya nadie responde a los currículos que envía. La edad, 58 años, no ayuda, aunque su gran problema es que en la última década ha vivido en la calle. Lejos queda ya su Lausana natal, su primera infancia en París y su huida adolescente al sur de Francia en busca del mar. El problema, en su caso, no fue la falta de dinero, pero es que la suya es una historia triste. Perdió a su familia en un accidente y cayó en el alcohol. Perdió el rumbo. Años después, una gallega le haría recuperar la ilusión para después estafarlo. Dejándolo de nuevo roto y, esta vez, sin nada.

 Hoy reparte su tiempo entre la biblioteca, de la que es asiduo, y un supermercado del barrio coruñés de Os Rosais. Nunca se había imaginado pidiendo, «algo muy duro, que odio».  Lo hace porque no le queda más remedio. Desde su perspectiva, sentado en la puerta del súper, ha establecido tres tipos distintos de personas: «Los que me sonríen y no me dan nada, los que me sonríen y me dan un poco de dinero y los que me ignoran completamente. Es muy triste».

Dominique no pide, solo saluda a quien pasa a su lado. Nunca dice la palabra limosna. Tampoco busca conmover y, sin embargo, lo hace. Ahora vive a cubierto, en una casa sin electricidad gracias a la generosidad de una amiga, pero poco antes vivía con un amigo en un cajero. No duda en enseñarnos ese refugio. Tampoco la acera en la que en ocasiones plantaba su colchón. Esos días dormía al raso. Con Cruz Roja como apoyo, espera como agua de mayo que le concedan una ayuda. Y no renuncia a soñar. «Lo único que pido», dice antes de irse, «es un lugar cerca del mar».  

Ramón y sus globos

Para Ramón Ambite, sin embargo, lo más importante del mundo son sus niños. Todos los de Pontevedra, la ciudad que le arropa. Con sus globos, gana lo justo para ir pagando la pensión «y para comer algo caliente, aunque no todos los días». Lo prioritario es no perder la habitación, porque, «con 64 años no se puede dormir en la calle». 300 euros al mes, 250 si consigue pagarlos por adelantado. Un mundo para este hombre cuyas ganancias se forjan a golpe de céntimos. «En un día normal puedo ganar entre 15 y 20 euros. Los fines de semana un poquito más», nos cuenta. Otras veces ni eso, pero los comerciantes de la calle le echan una mano. 

Él no pierde la sonrisa y se emociona contándonos cómo le quieren los niños. Se sabe sus nombres. Nos cuenta sus anécdotas con el orgullo de un abuelo primerizo. Se emociona al recordar el día que le dijeron que uno de ellos había muerto y al contarlo, sin darse cuenta, se quita la nariz roja: hay duelos, y los payasos lo saben mejor que nadie, para los que aún no se han inventado palabras.

  Pero Ramón es un hombre alegre, sobre todo desde que retomó el contacto con sus hijos. Frente a eso, los interrogantes del futuro casi pasan a un segundo plano. Aún así, reconoce que a veces se acuerda «de cosas y me entristezco, pero veo cómo estoy, veo a los niños, y le doy gracias a la Naturaleza por estar aquí». Y es que aunque su historia también es triste, Pimpón ni lo duda: «Soy feliz».

Con lo justo
Una de la mañana. Manuel entra en la sede de Cruz Roja en A Coruña. «Hola Manuel, ¿has pasado buena noche?», es la voz de Rafael Sampedro, uno de los voluntarios que hoy le acompañará a hacer gestiones. «Que sienta ser uno más en la sociedad es el objetivo de esto», cuenta Sabela Martínez, también voluntaria, mientras le acompaña al vehículo que usarán en los desplazamientos. «Lo primero es ir a la ortopedia, que tienes el andador muy gastado», le recuerdan los voluntarios. Manuel Corbelle, clava su mirada sincera cuando se le pregunta por su vida. Tiene 70 años y la mitad los ha pasado a bordo de barcos pesqueros trabajando de cocinero: «Los domingos hacía cocido para la tripulación, era la forma de sentirse como en casa». 
Y su casa es precisamente lo que perdió hace dos años. Fue a tratarse sus problemas de movilidad y al regresar su vivienda de alquiler municipal estaba ocupada. «Perdí todo. Me quedé con la ropa que tenía puesta. También fallecieron mis padres... Me queda una hermana y no tengo trato con ella». Estremece escucharlo. Y aunque le cuesta reconocerlo, fue un sin techo. «La calle es dura, llega un momento en el que te dejas llevar y no buscas alternativa». Fue entonces cuándo se topó con los voluntarios. «Todos los casos empiezan igual. Los técnicos te informan de dónde hay personas sin hogar y llega el primer contacto. Con él fue fácil. Quería recuperar su vida», indica Rafael. Tramitar de nuevo su pensión y buscarle una habitación fueron las medidas de urgencia para sacarlo de la calle. 
Hoy la relación voluntario-auxiliado ha desaparecido para dar paso a una amistad. «Vas creciendo con él, normalizas, hablamos de nuestras cosas... Muchos prefieren seguir en la calle, pero si te ven, te saludan, te hablan y eso solo lo haces con un conocido o con un amigo», concluye Rafael.