Está bien que el príncipe Felipe haya mostrado sus cartas en la cuna de uno de los viejos reinos peninsulares y que mantiene vivo ese vestigio histórico que son los fueros. Es decir, la idea del pacto como esencia de lo que es, o debería ser, España, esa «comunidad social y política unida y diversa». El reconocimiento de la pluralidad -territorial, pero también de culturas, intereses e ideologías, e incluso de necesidades- es un buen cimiento para asentar un reinado. Pero la cimentación es solo la base sobre la que sustentar lo que se construya. Y ese es el gran desafío del próximo rey, que deberá ganarse el respeto y apoyo de los ciudadanos para apuntalar la legitimidad sucesoria que le concede la Constitución.
El pluralismo que invoca conlleva no solo el reconocimiento del diferente, sino también del derecho del discrepante a intentar cambiar lo que sea necesario para hacer realidad sus aspiraciones. La democracia es el escenario en el que se resuelve ese choque de intereses, según unas reglas del juego pactadas. Por eso, reclamar un referendo sobre la sucesión es legítimo. Pero la forma de Estado es una de las claves de bóveda del sistema constitucional y su modificación requiere, razonablemente, de un procedimiento agravado. Sensu contrario, las mayorías políticas son coyunturales y lo que hoy impide esa reforma mañana la puede impulsar. El debate sobre la república, aunque tenga mucho de oportunista, evidencia también un malestar social ante el que el príncipe debe responder con algo más que palabras: con gestos inequívocos de transparencia y con pasos claros hacia la renovación de la institución. Solo así superará una controversia que amenaza su futuro.