Panamá, Panamá

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado ESCRITOR Y PERIODISTA

ECONOMÍA

Panamá es, más que un paraíso fiscal, un limbo cuya historia capicúa comienza con un pirata y termina con un banquero que se llamaban igual

09 abr 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde el principio Panamá se creó como un lugar para esconder propiedades obtenidas de manera poco escrupulosa -el oro de los incas-; aunque entonces, como ahora, se decía que todo era perfectamente legal. De hecho, Ciudad de Panamá se levantó para proteger esas transacciones culpables; no del fisco, sino de los piratas del Caribe. Se cuenta una historia sobre el asalto de uno de ellos, el famoso Henry Morgan: un sacerdote embadurnó con barro el oro de una imagen, y lo hizo de una manera tan convincente que el pirata galés acabó dándole una parte de su botín para que comprase una imagen más rica. Quizás con ese cura comienza la historia de opacidad del istmo, hermoso pero nacido en pecado al mundo de la economía internacional.

Es cierto que Panamá se ha aprovechado de la globalización, pero también es cierto que la inventó. Porque, simplificando, la globalización no es más que el canal de Suez y el de Panamá.

Otros países los han creado los generales. Panamá lo creó, apropiadamente, un banquero, que precisamente también se apellidaba Morgan: J. P. Morgan. Existía el rumor malicioso de que era descendiente de aquel pirata Morgan que se había llevado de Ciudad de Panamá 195 mulas cargadas de plata, pero no era cierto. Fue J. P. quien convenció al presidente de Estados Unidos para que apoyase al movimiento secesionista que quería la separación de Colombia, y así poder terminar las obras del canal. De este modo ganó y a la vez perdió su soberanía Panamá, un país destinado a ser un atajo.

«La mayor libertad que el ser humano se ha tomado con la naturaleza», es como describió el canal de Panamá el historiador James Bryce. En él se pusieron piedras suficientes como para levantar veinte veces las pirámides de Egipto. Veinticinco mil trabajadores murieron construyéndolo, entre ellos más de quinientos de los cuatro o cinco mil gallegos que fueron a extenuarse en los pantanos, acosados por la fiebre amarilla y la malaria. Cuando la obra quedó terminada, Frederick Law Olmsted, el mismo arquitecto que había diseñado Central Park en Nueva York, convirtió la pesadilla en un sueño y transformó la zona del Canal en una encantadora Nueva Inglaterra flanqueada por la selva.

Fue entonces cuando comenzó, de una manera bastante inocente, la costumbre de registrar compañías extranjeras en diez minutos. En plena Ley Seca, a los barcos norteamericanos se les ocurrió navegar bajo pabellón panameño para poder servir alcohol. De aquella sed nació la mayor flota del mundo: hoy los barcos que ondean la bandera de Panamá superan en número a los de Estados Unidos y China juntos. Y a los barcos siguieron los bancos. Hasta entonces Panamá, con sus constantes protestas estudiantiles contra el imperialismo norteamericano, había parecido demasiado inestable, una Cuba en ciernes. Hasta que John Wayne convenció al presidente Carter de que devolviese el canal -el actor había tenido una mujer panameña y se emborrachaba con Omar Torrijos, que le puso su nombre a una isla-.

Al poco tiempo, más de cien bancos habían abierto ya oficina en la Ciudad de Panamá, atraídos por un secreto bancario mayor todavía que el de Suiza. «Se vende un país portátil», cantaba Rubén Blades, que se llegó a presentar a las elecciones presidenciales de Panamá.

Selva e ingeniería, fiebre y salsa, bello y abundante en peces y mariposas -que es justamente lo que significa su nombre-, Panamá es, más que un paraíso fiscal, un limbo cuya historia capicúa comienza con un pirata y termina con un banquero que se llamaban igual. Y todo ello presidido por el lema de su escudo, Pro Mundi Beneficio: para beneficio del mundo.