18 mar 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

La reforma fiscal desea hacerse un hueco en nuestras vidas y todo indica que así será. Se está apoltronando en el sofá y ha pedido el mando a distancia para cambiar el canal del televisor. Pero el debate estará huérfano mientras no comprendamos que nos enfrentamos a un problema de la «economía de lo que debe ser y no de lo que es». Montoro y Rajoy están viendo los disparos del debate, sabiendo que cada una de las detonaciones corresponde a balas de fogueo. La munición real llegará cuando trasladen la reforma al BOE y alguien recuerde que el debate de fondo es la política presupuestaria. Es complicado explicarle a una madre que el mismo presidente que ha sido capaz de subir el tipo impositivo de los potitos de su bebé de un 10 a un 21% no ha deseado remodelar el mapa municipal o la Administración. Dirán que es necesaria para subir la recaudación. Y si esa frase no va acompañada de un reconocimiento de la deuda que el Estado ha contraído con la sociedad civil, el mensaje sonará ofensivo. Los miles de jóvenes que han visto reducidas sus becas a la mitad, o las familias que han llorado el colapso de la sanidad, son ejemplos de ciudadanos que con sus privaciones han capitalizado esta sociedad anónima llamada España. Es esperable que estos digan, ¿más esfuerzo fiscal? ¿Y para qué?

La reforma, como una moneda, tiene dos lados, y si el Gobierno no quiere enseñar la cruz, tocará voltearla. No estamos ante un nuevo impreso para hacer la declaración de la renta. Nos enfrentamos ante otro modelo de Estado. Es cierto que la tributación sobre la renta se moderará, pero, ¿y la presión fiscal? Crecerá a través de los indirectos. Solo sabemos que más pagaremos más, el resto está por escribir.