Más que unos Juegos Olímpicos, en París se representa en este domingo una tragedia griega. En el deporte el triunfo resulta emocionante porque lo normal es la derrota, la tristeza, la decepción, el drama. Por eso cuando Novak Djokovic gana a Carlos Alcaraz se desencadena semejante terremoto emocional en el interior del tenista serbio de 37 años. Hay un instante, cuando se arrodilla sobre la pista, como si fuera un gladiador romano en la arena del Coliseo, en la que le tiembla el pulgar sin parar. A continuación se desata el espectáculo de un tipo curtido en mil y una batallas. De su encarcelamiento en Australia por su propaganda antivacunas y su expulsión del país, hasta manejar algunos de los partidos más tensos de la historia del tenis. Histriónico, pero gigantesco. Malencarado, pero ganador.
Mientras Djokovic se quiebra de emoción por la victoria, Alcaraz llora desconsolado sobre la pista como el niño que sigue siendo a los 21 años, el chaval al que riñe su madre durante los partidos, el que se va de fiesta a Ibiza con sus amigos para desconectar entre un grand slam y otro. Y el que, en un gesto inusual en la derrota, se explica en una entrevista sobre la pista a lágrima viva. Antes, la lección de dignidad la ofreció Carolina Marín. Una deportista que no solo se convirtió en la mejor del mundo en un deporte como el bádminton, muy minoritario en España; sino que ha hecho de la capacidad para caer y levantarse su seña de identidad. Después de romperse otra vez la rodilla en semifinales, intentó continuar y quiso salir de la pista en pie, sin utilizar la silla de ruedas, mientras deseaba suerte en la final a la rival a la que tenía que haber ganado. Honor para los derrotados.