El modo de gestionar los banquillos por parte de los dirigentes de la Liga española tiene mucho que ver con la cultura latina, con la repercusión mediática y la pasión de los aficionados, en contraposición con la forma de ser sajona. Ayer mismo se conoció que el mejor entrenador del siglo es Ferguson, y el segundo, Wenger, quien lleva sin ganar ningún título desde la FA Cup del 2005. El entrenador habita en el descrédito permanente. Además, la repercusión mediática influye en la grada y esta, cuando no se gana, pide la cabeza del técnico. A los dirigentes no les gusta ir al palco y que les chillen. Aplican el dicho de «muerto el perro, se acaba la rabia». Echan a uno, fichan a otro y a los quince días todo sigue igual.
Está comprobado que el 90 % de los ceses de entrenadores no funcionan. Es más, al acabar la Liga los mismos dirigentes lo reconocen, pero al año siguiente sucede lo mismo. ¿Qué equipo grande aguantaría a Wenger, un hombre de prestigio y nivel internacional, sin ganar nada? Esto es imposible. No duraría en España ni cuatro meses. El papel del entrenador está desacreditado como culpable de las derrotas, pero solo partícipe de las victorias. El ídolo es el que marca, no el que alinea.