Fue elegida la mejor nadadora del Mundial de Dubái después de conquistar tres oros y una plata.
20 dic 2010 . Actualizado a las 02:47 h.«Juanito, no te hace falta más que morir en la plaza», le decía Valle-Inclán a Belmonte. «Se hará lo que se pueda, don Ramón», respondía el torero. Pese a su juventud, otra Belmonte, llamada Mireia, ha muerto y resucitado varias veces. No en la arena, en el agua, «allí donde todo son egos y enemigos». Esta catalana de sangre andaluza (Badalona, 1990) ya conoce algunas cimas y ciertos abismos del deporte. En su última escalada ha conquistado el Mundial de Dubái, con tres oros y una plata, para convertirse en la mejor nadadora de los campeonatos. Ella sola hubiera quedado octava en el medallero, desbancando a Sudáfrica. Una hazaña para la natación española, acostumbrada a vivir de los podios de la sincronizada y de la gloria de importación.
Hace tres años se emocionaba al sentir la estela de Michael Phels en el Mundial de Melbourne, cuando los dos preparaban sus pruebas en la misma calle. Y confesaba su admiración por la ucraniana Yana Klochkova y por la francesa Laure Manaudou. Ha pasado a codearse con los mitos de una infancia no tan lejana. Belmonte creció, literalmente, en la piscina. Primero, por prescripción. Porque comenzó a nadar a los cuatro años para corregir una escoliosis, una leve desviación de la columna vertebral. Después, por devoción. «La natación es dura, muy dura. Pero merece la pena», asegura. Aunque coqueteó con el tenis y el tiro, y se declara seguidora de la gimnasia rítmica y deportiva, eligió la piscina y se zambulló en cuerpo y alma.
La salida nunca fue su fuerte. Siempre fue de menos a más. Y reconoce que a veces tienen que ponerle freno en los entrenamientos. Para ella todo es competición y esa ansiedad le gusta, pero también la consume. «No soporto perder. En el agua doy todo lo que tengo», comenta.
Coqueta confesa, luce uñas de porcelana en el podio y se lanza a comprar complementos cuando tiene tiempo libre. Nunca le gustaron los bañadores de última generación y abogó desde el principio por fijar un nivel de poliuretano en las prendas. «Esos bañadores son carísimos», señalaba cuando los récords caían como moscas. El dinero, el eterno problema. Ella misma tuvo que cambiar de club porque no había recursos para pagar su ficha y se escandaliza cuando cita las cifras que se mueven en el fútbol.
Construye con pocos recursos y mucha voluntad su carrera, que es un hojaldre de éxitos y decepciones. Como júnior, pulverizó marcas y coleccionó medallas. En Eindhoven, en el 2008, conquistó el oro continental en los 200 estilos arrebatando la mejor marca europea a Klochkova, y fue bronce en los 200 mariposa. Pero quizás se midieron mal las expectativas de cara a citas posteriores. Ni en los Juegos de Pekín, a los que acudió con 17 años, ni en los Mundiales de Roma no pudo luchar por las medallas. No alcanzó ninguna final. Aunque Mireia no desesperaba. Siempre ha dicho que su gran meta era Londres 2012. Incluso cuando se preparaba para Pekín. «Llegaré con 21 años, es buena edad», repite.
Pero este año, con la cita clave de su vida deportiva cada vez más cerca, volvían a asomar los fantasmas de siempre. Regresó del Europeo de Budapest, el pasado verano, con las manos vacías. Pensó en entrenarse en Australia o en Estados Unidos para cambiar su dinámica. Finalmente, decidió quedarse en el Club Natación Sabadell para prepararse a las órdenes del entrenador francés Fred Vergnoux, un técnico de prestigio.
A pesar de todo, decía que tenía «malas sensaciones» antes del Mundial. «Miedo escénico», apuntaban otros. Pero Belmonte no dudó. Se murió en el agua para resucitar cubiera de oro. En Dubái encontró su particular oasis.