«Aquel día, en Cabeza de Manzaneda, se me olvidó protegerme las manos. Era incapaz siquiera pulsar el crono
09 feb 2005 . Actualizado a las 06:00 h.Inmerso en la batalla contra el reloj, me fui a Cabeza de Manzaneda para entrenar en altura. Allí, día a día, en plena naturaleza, preparaba la clasificación para Atenas. El 23 de mayo no se me olvidará nunca. Dormía en el hotel de la estación, y bajaba a entrenar a 1.500 metros de altitud, en un sitio que era mitad bosque y mitad lo contrario. Me equipé convenientemente -o eso creía-. Me calcé las zapatillas de rodar a ritmo medio, son ligeras y amortiguan mucho. Me puse las mallas térmicas, que te cubren toda la pierna y son más gordas de lo normal. Por arriba, una camiseta transpirable, que te expulsa el sudor. Es muy interesante en situaciones de frío, porque retarda el efecto de éste. Llevaba un forro polar, muy ceñido, como una malla para la parte de arriba. Es para corredores, por su comodidad y movilidad. Me calé el gorro para orejas y cabeza y me puse las gafas de sol. Con todo esto y el pulsómetro, a correr. Eran las seis y media cuando me fui hacia el circuito. Al salir del coche noté frío, pero no le di importancia. Eso sí, pensé: «Me he dejado los guantes». Enseguida me dije que por un día que pase algo de frío en las manos no sucedería nada. Iba a hacer carrera continua, unos 17 kilómetros, como el circuito era de 6.000 metros daba tres vueltas casi completas. Sobre el kilómetro cinco iba cómodo, pero comenzaba a levantarse un poco de ventisca. No le di importancia porque me sentía bien equipado. En la segunda vuelta comenzó a caer aguanieve y se agudizó la ventisca. Fue como si se hiciera de noche. Las manos se me ponían cada vez más rojas, se quedaban frías y se inflaban. Sentía un gran dolor. Uno que es cabezón decidió dar una vuelta más. Llegó un momento en que mis manos estaban tan frías que era incapaz de tomar tiempos con el crono. Cada mil metros solemos picar para saber qué ritmo llevamos. Ni eso podía hacer. Sólo sentía del codo para adelante. La última vuelta fue un infierno. No debí hacerla, vi el horizonte muy negro, aunque orgánicamente, corriendo, iba cómodo. Mi pulsación media era de 155 y el ritmo 3 minutos y 39 segundos, que está bien en la montaña. Pero lo de las manos cada vez era más serio. El último kilómetro lo hice descalentando. Si haces una actividad física intensa, lo mejor es no parar en seco, para que el organismo recupere el ritmo normal. Acabé y me fui al coche. Y ahí comenzó el calvario. Soñaba con el momento de llegar a la habitación. «Esto ha sido un mal sueño y ya está», me decía. Tengo bolsillito en las mallas donde meto las llaves. Era incapaz de sacarlas. A duras penas las cogí con la punta del pulgar y del índice, pero no tenía sensibilidad para meterla en la cerradura del coche. Una mujer que estaba de excursión con unos niños me vio tan mal que se acercó. Me dijo que si necesitaba ayuda. Recuerdo que la contesté y ni yo mismo entendía mis palabras. Era incapaz de vocalizar. La mujer me abrió el coche. Estaba tan avergonzado de mi estado que no quise aceptar su ayuda para encender el vehículo. Un error ir de machito. Las pasé moradas para meter la llave en el agujerito y encender el coche. Los pedales los manejaba bien, pero tenía que darle el golpe a la llave. Lo conseguí, una vez en marcha, metí primera y en primera me quedé porque la cosa no estaba para cambiar. Menos mal que el trayecto era una recta. Llegué a la estación, mi objetivo era, entrar en la habitación y ducharme en agua caliente. No peché el coche. Cogí como pude las llaves de la habitación, no sé ni como logré abrir. Pronto me encontré con otro problema: no podía quitarme las zapatillas. Las zapatillas te las atas muy bien cuando sales a correr. ¡Pues vaya con los nudos! Fue una epopeya deshacerlos. Probé a pisar el talón y lo logré con una. La otra, me desembaracé de ella con un bolígrafo. Siguiente objetivo: Meterme en la ducha. Me dolían las manos la leche pero pensé que lo peor había pasado. Tras la pelea de rigor para abrir la llave, me metí bajo el agua acliente. Cuando los brazos y la cara tocaron el agua salí por piernas. Sentí que los dedos y las manos iban a explotarme; como si la parte interna no cogiera dentro de la piel. Era un dolor increíble. Me tuve que poner junto al radiador. Allí, en bata, fui entrando en calor. Yo soy un tipo optimista. Recuerdo que tenía que ir a correr a Moscú y pensaba que allí haría frío y que la experiencia me vendría bien. Una vez en Rusia, corrí bajo una temperatura de 25 grados. Aquello parecía el trópico. r: Fernando Hidalgo