Yoshitomo Nara, conservar los ojos de la infancia para expresar el mundo

héctor j. porto BILBAO / LA VOZ

CULTURA

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El museo Guggenheim abre hoy una retrospectiva sobre el pintor japonés

28 jun 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

«Yo no he cambiado nada. Tengo miedo de cambiar. Quizá en la cuenta bancaria haya ahora algo de saldo. Pero la época más feliz de mi vida fue mi estancia en Alemania, cuando nadie quería exponer mi obra. Hablaba con mis compañeros toda la noche, hasta la madrugada. Todavía mantengo contacto con ellos. Eso no se puede comprar con dinero. Es un tesoro y querría conservarlo. Me gusta tomar el tranvía, no montar en Rolls Royce. Sigo manteniendo el mismo sentimiento de siempre».

Yoshitomo Nara (Hirosaki, prefectura de Aomori, Japón, 1959) viste sudadera de surfero anaranjada, pantalones cómodos y zapatillas deportivas verdes. Camino de ser un septuagenario, pese a su pelo plateado, mantiene un espíritu joven y lo cultiva. El arte no es solo lograr ciertas habilidades técnicas y experiencia en el oficio, es poseer mirada, y, una que vez que se alcanza, cuidarla. Esa mirada marcará la singularidad del artista.

La de Nara nace de los ojos de la niñez. Desde ahí expresa el mundo, construye su universo. Son esos ojos grandes que lucen sus criaturas infantiles, desde los más perversos y pícaros en forma de gajo de naranja de su primera época a esos muy redondos (que encierran profundas galaxias) de sus últimas obras.

Es la suya una mirada única, que tardó en modelar, vagó por Europa y Estados Unidos, formándose, empapándose de otras culturas, hasta que en Los Ángeles encontró comprensión por su trabajo. En el 2000 regresó a Japón y en la actualidad es una de las figuras más relevantes de la plástica internacional. El Guggenheim de Bilbao inaugura hoy una muestra retrospectiva que, patrocinada por la Fundación BBVA, abarca cuatro decenios de carrera (1984-2023), la primera de esta entidad que se celebra en el Viejo Continente. Su comisaria, Lucía Agirre, afirma que es uno de esos creadores que el museo vasco siente como una misión acercar a la audiencia: «No solo está en mi lista de los grandes del siglo XX, sino que es una figura única, alguien que, pese a nuestra tendencia a encasillar, se sale de cualquier clasificación».

En estas 128 obras —pinturas, dibujos, esculturas e instalaciones— que Agirre ha dispuesto en un montaje realizado en estrecha colaboración con el artista, dice, se puede contemplar su evolución. Porque pese a lo mucho que el pintor trata de cuidar su mirada, Nara acepta que no es el mismo que cuando empezó, de aquella rebeldía individualista a una cierta sabiduría que procura una mayor comunión con lo que le rodea. Es el camino que transita desde el gesto de ira al gesto calmado. El hombre es un ser vivo, enfatiza.

Aunque se le asocia con el pop, el manga, el anime, a Nara no le gusta explicar su arte. «Hablo muy mal —se excusa una y otra vez—. Lo hago a través de mi pintura». Le parece muy difícil contestar. Si le preguntan si prefiere Picasso o Velázquez, responde Goya. Eso sí, tiene una gran querencia por el arte renacentista italiano, especialmente por Piero della Francesca, su luz y sus sombras suaves. Y, de la tradición japonesa, reivindica el Ukiyo-e, un género de grabado popular que nació en el período Edo.

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Del egoísmo juvenil a más conexión con lo que le rodea

«Cuando eres joven no tienes un concepto del mundo. Solo piensas en ti. En los 80 me interesaba lo que me gustaba a mí. Pintaba impulsado por los instintos. Las obras salían del fondo del corazón, era lo que quería expresar. No había cosa divertida, por eso las pinturas resultan pesimistas. Estaba solo en Alemania y no dominaba el idioma», recordó aquel tiempo de estudiante en la Escuela de Arte de Düsseldorf, cuando pintaba hasta 120 cuadros al año. Esa vivencia lo conectó con su infancia en un pueblo en el extremo norte de Japón, y, en su aislamiento, se recreaba en lo negativo.

Nara fue creciendo, viajando, dejando atrás los egoísmos juveniles. Fue tanteando para crear su propio estilo, un proceso complejo, asegura. «Empecé a ver los fenómenos sociales a mi alrededor, se me amplió la visión del mundo. Te preguntas qué es lo que piensan otras personas. Ya no explotaba mi propio sentimiento». En las obras últimas ha llegado a «pintar bien», dice, el estudio acumulado ha dado sus frutos. «Ahora soy más mayor; no sé cómo seré en adelante, supongo que más maduro. El año pasado pinté solo dos grandes cuadros, y no es que no pueda pintar más pero ahora tengo más tiempo para pensar y reflexionar», relata para explicar que trabaja mucho más el color.

Comenzó como un outsider, alguien raro, asume. Y a partir del 2000 el éxito creció hasta generar cierta influencia entre los jóvenes. Quizá el estilo se ha hecho bastante popular, dice, pero lo ve más en el aspecto visual que en el contenido. «Hay que pensar más en el proceso, por debajo de la superficie hay muchas capas», advierte.