Fue una insólita insurrección que llevó a los trabajadores a atacar el edificio del Gobierno comunista local. Konchalovski narra esa rebelión, en la cual, por un instante, temblaron los cimientos del poder. Se aisló la zona como la pandemia que esa insurrección suponía para el Sóviet supremo, y se disparó contra las masas, sepultando los cadáveres al viejo estilo Stalin. Elige Konchalovski, como en su obra anterior, Paradise, el blanco y negro como el color de un sueño convertido en pesadilla, de unos ideales (los de la protagonista, a cuya ingenuidad vibrante pone rostro Yuliya Vysotskaya) que ya desde su germinación habían devenido monstruosidad. Y el filme concluye en la certeza de que ese motín obrero fue una de las bazas que usaron zorros viejos como Breznev para ajustar su vuelta de tuerca al Kremlin hacia el reaccionarismo. Para dar boleta a la mano semiabierta hacia el deshielo de Jruschev y recluir a este en una dacha en el fin del mundo, ya que entonces el piolet ya no era respetable.
Malgorzata Szumowska
En Never Gonna Snow Again, la polaca Malgorzata Szumowska cambia una Berlinale donde ganó premios por esta Mostra con necesidad de nombres. Su película es como una bastante inclasificable revisión del Teorema de Pasolini. Un joven emigrante ucraniano oficia de visitador a domicilio en una urbanización de casas ricas en Varsovia. Sus manos poseen poderes taumatúrgicos. Su presencia seduce a la comunidad entera, a las mujeres, a los moribundos, a los perros. Entra en sus vidas y se transforma en el eje de las existencias de sus moradores. Szumowska toca muchos palos, coquetea con Lanthimos y con Sorrentino sin caer en lo parasitario. Y cuando esta versión bastante perversa de un masajista de Hamelin que tomó sus poderes de Chernóbil parecería no tener salida, le encuentra su directora un muy bello espacio para el escapismo.