Junto a la puerta del auditorio en el Fórum Metropolitano hay una mesita pegada a la pared. Sobre ella, algunas revistas, folletos y, desde hace un par de semanas, una vieja edición de cuentos de H. P. Lovecraft. Un librito pequeño de Alianza Editorial titulado En la cripta. En la primera página, un pequeño pósit mencionaba otro libro (¿de Michael Crichton, de Tom Clancy tal vez?), y hasta ahí llegaban las huellas del antiguo propietario, quién sabe si el dueño original.
Sobre la mesa del Fórum, un cartel indica que una puede llevarse lo que quiera de allí. Así que mientras espero la salida del retaco del campamento, comienzo la primera y aterradora historia de fantasmas que me enganchará a Lovecraft y su alucinante universo durante los días siguientes. Descubro el pavor que puede provocar el aire frío y los colores que llegan del espacio, conozco por fin a ese demoníaco Cthulhu de nombre impronunciable, los rebuscados adjetivos con los que el escritor americano salpica cada párrafo. El libro viaja en mi bolso cada mañana, se asoma a la línea 20 camino del trabajo y al café del desayuno. Y termina unos días después en la misma mesa donde lo encontré. Es un miércoles. El jueves, cuando regreso a por el crío, compruebo que ya no está allí. Lovecraft viaja ya en otras manos por la ciudad adelante, y me gusta pensar que un pedacito de los que hemos leído ese viejo libro va ahora en otro bolso, en un bolsillo, en otro bus, reposa en otra cocina junto a las tostadas.
(En casa aguarda desde hace un año un tomo inmenso con la obra completa de Lovecraft que aún no he sido capaz de abrir. Tapa dura y lujosas ilustraciones frente a un librito humilde y de páginas amarillentas que ha resultado ser más tentador).