Qué no daría yo por aquel verano

A CORUÑA

ALBERTO MARTI VILLARDEFRANCOS

30 may 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Qué no daría yo ahora que empiezan las movidas de los campamentos infantiles por volver a aquel campamento de La Solana que nos convertía en niños libres durante los meses de julio, agosto y septiembre. Volver a aquellos veranos eternos en que los días se alargaban con la misma facilidad con la que la pandilla iba aumentando en esas tumbonas de colores (rojas, amarillas, azules y verdes), tan sumamente incómodas. En esa Solana estábamos todos los millennials de entonces, que éramos los adolescentes de los ochenta, combinados en una paleta de colores que hacía que nuestro moreno se intensificara sustancialmente con aquella crema de zanahoria que nos pringaba la cara. Ese olor está mezclado con el del bote de Nivea azul, que servía para todo, que curaba y quemaba con la misma mano de las madres y las abuelas. En aquella Solana, que venía a ser como una yincana, lo primero era intentar colar a tus amigas con la naturalidad coruñesa que se hace habitual en cualquier lado. Bastaba sonreírle al portero y decirle un «buenos días» para que cualquiera de los dos que estaban en la puerta (cuando estaban) hicieran la vista gorda. Una vez dentro, todo se convertía en un enorme parque de atracciones: el pimpón, el tenis, el futbito, el trampolín y la piscina grande. Allí, a su alrededor, cada uno tenía su sitio fijo, las mujeres a un lado pegadas a la pared, los hombres en el paredón cerca del vestuario, y los adolescentes libres en las tumbonas que daban al mar. Las abuelas aún llevaban gorros y bañador entero (a la mía la veo sonreírme con aquel turbante azulón que la convertía en una superestrella), y las madres tenían esa capacidad de distanciarse lo necesario para no dar el coñazo y vigilar de lejos. La Solana era en los ochenta un fortín de alegría, allí nos refugiábamos de los días grises (porque al final siempre abría) y nos aliviábamos del calor, entre calipos y frigopies, en una suerte de limbo estival. Aquella Solana fue lo más cercano a la felicidad; no hay en esa foto fija del recuerdo ni un ápice de mal rollo; nos veo a todos muertos de risa, tirándonos de cabeza en la piscina, comiéndonos el bocata de media tarde, enjabonándonos horas y horas en aquellas duchas en las que cabíamos cuatro para salir aún con el pelo mojado y esa sensación de que el día acababa tan maravilloso como había empezado. Los coruñeses le debemos a aquella Solana un estado de ánimo. La de la felicidad del verano, la de la infancia intensamente alegre, la de una década que aún saboreaba el tiempo con otro ritmo. Esas imágenes tienen esa lentitud de las horas muertas bajo las gafas de sol, la de los chapuzones que se repetían entre las gracias del «booombaaa va», y esas imágenes tienen la lentitud de ver a tus padres sonrientes esperándote de la mano en la puerta. Qué no daría yo por volver allí y agarrarme a ellos.