Larga vida al mito del roscón de Glaccé

Javier Becerra
Javier Becerra CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

07 ene 2017 . Actualizado a las 13:18 h.

Ocurre todos los años, pero no deja de sorprender. De hecho, esa sorpresa seguida de un «¡la gente está loca!» supone ya una tradición en sí misma. Hablamos de las interminables colas que se forman en los días previos al de Reyes en la pastelería Glaccé. Situada en Menéndez Pelayo, consigue en estas fechas que la hilera doble la esquina de Juan Flórez y se prolongue hasta la avenida de Arteixo. Ayer mismo había gente que llevaba allí desde las seis de la mañana para hacerse con uno a primera hora. Hoy seguro que habrá quien madrugue aún más. Todo para hacerse con su famoso roscón de Reyes.

¿Merece la pena? Pues depende. La verdad es que el roscón es una delicia. Mitos así, creados por la gente de manera espontánea, no se hacen de la nada. Jugoso, con ese azúcar empapado que se deshace en la boca, alterna los cortes de crema con la fruta escarchada. Supone una invitación a repetir, probando un trozo de cada. Luego, deja un magnífico regusto en la boca. Su dulzor dura y dura. Pide más. Y seguro que lo logra a lo largo del día. En la merienda y también en el desayuno del día siguiente, si queda. Ese bocado a destiempo, sin duda, sabe mejor que ninguno. Igual que lo que sobra de la cena de Nochevieja el día 1 o ese polvorón que se prueba en noviembre.

El roscón de Glaccé pervive en el paladar de muchos coruñeses. Como los helados de la Colón, la carne asada de la Penela o los callos del Gasógeno forma parte del mapa de sabores herculino. No se debería perder, como ha ocurrido con el último. Se degusta como algo único, que solo se puede encontrar ahí. Se disfruta como si se fuera a extinguir de un momento a otro, mostrando las uñas a la rueda de la bollería industrial y uniforme. Y se lleva al hogar como echando el ancla en una manera de ver el mundo del que quedan estos encantadores vestigios. El hecho de que haya que hacer cola le otorga un plus épico. Cuando el roscón aparece en casa todos saben que no solo ha costado un dinero, también un esfuerzo. Convierte al que lo trae en una especie de héroe familiar.

No es el único roscón rico de la ciudad, por supuesto. Pero sí el más famoso e icónico. Verlos expuestos en ese escaparate de confitería a la antigua usanza obliga a viajar en el tiempo. Que te los sirva Mary Martín, con 93 años y miles de roscones a sus espaldas, sugiere una escena casi de película. Y estar en esa cola, con paciencia, una prueba de resistencia en la que da tiempo para pensar. Por ejemplo, en los mitos populares de la ciudad. ¿Cómo se crean? ¿Cómo crecen? ¿Cómo se mantienen en el tiempo? Desde luego, el del roscón de Glaccé conforma uno de ellos. Dándole un mordisco -¡Mmm! - se predice que se mantendrá muchos años más, mientras sus responsables sigan. Que así sea.