21 ago 2009 . Actualizado a las 02:00 h.

Los impuestos, un instrumento público para la redistribución de las rentas y para el reequilibrio de la riqueza, están en la esencia de la democracia. Y del sentido común. Sin impuestos no hay servicios ni garantías de asistencia a los ciudadanos. Por no haber no hay ni estructura de Estado, ese armazón cívico que nos permite vivir es un estadio presumiblemente menos inhóspito que la jungla. Por eso a nadie debería extrañar que el ministro José Blanco hable con claridad de la necesidad de subir la carga impositiva a los que más tienen para atender a los que se quedan sin nada. Es el principio de la solidaridad tributaria.

Lo malo de las declaraciones que hizo ayer el político gallego es que tienen la apariencia de intentar culpar de lo que haya de hacer el Gobierno a quienes criticaron la improvisación y una apreciable dosis de demagogia por parte de Zapatero con la prestación extraordinaria de 420 euros para los que se quedan sin cobertura de paro. Subrayar que, si se quiere más, habrá que subir los impuestos puede ser una obviedad, pero en las circunstancias en las que se dice parece tener la intención de alimentar el estereotipo de la insolidaridad de los contribuyentes más pudientes. Y para muchos (lo sabe Blanco) renta alta y derecha son lo mismo.

En todo caso, es cierto que la caja se resiente y que no hay dinero para todo. Por eso hay que medir mucho las acciones, aunque vengan cargadas de votos. ¿Tiene sentido que la ayuda a la natalidad sea la misma para una empleada del hogar que, si fuese el caso, para Ana Patricia Botín? Antes de amenazar con subidas de impuestos a las rentas medias y altas habrá que optimizar la inspección del fraude. Y exigir responsabilidades a los presidentes de clubes de fútbol que gastan con alegría y se empufan con Hacienda. O poner coto a delirios como el del monte Gaiás. Porque los impuestos son necesarios, pero cómo se usan, a veces, es un disparate.