Sus primeros recuerdos de niña trabajadora fue cargar con cestas de 500 sardinas, subir por O Pedregal, por un camino de piedra, y caminar horas y horas hasta las aldeas que se podía para vender. «Vendiamos polas casas adiante, por onde se podía». Dumbría, Mazaricos, Outes... Salían de madrugada, sobre las 2.00. Se ayudaban de un farolillo. Llevaban alpargatas en los pies, que a veces se rompían. Así que tocaba caminar descalzas. Eso no era lo peor. Podían pincharse en algo, y en ese caso no queda otra que mear en la herida y pone el pie en una piedra para evitar la infección. Y a cargar. No tenían dinero para comprar un caballo con el que ayudarse: todo a mano, kilómetros y kilómetros cada día por el monte, subiendo cuestas inmensas. Si alguien admira a los ciclistas profesionales que suben la célebre rampa de cemento de O Ézaro (entonces no existía tal pista, es muy moderna), entonces casi debería santiguarse ante el poderío de aquellas mujeres. Y no fue cosa de dos o tres años, sino de dos decenios. Comían poco, a veces se quedaban dormidas en el monte, desfallecidas. El mayor peligro eran las garrapatas, no otros. O evitar que se cayesen las sardinas, que por suerte para la venta se conservaban bien en el trayecto. Vendían siempre. Si no, usaban el trueque, y traían a cambio unas patatas o unos frutos. «A xente daquelas aldeas tampouco tiña moito para comprar, eran coma nós», recuerda. Hace un tiempo acudió a Outes a una boda, en un lugar pintoresco en el que hay muchas celebraciones. «¡Como cambiou!», fue lo primero que dijo al verlo. Nada que ver con lo que conocía de su época de vendedora, acuciada por la necesidad, la mayor de ocho hermanos que tenía que tirar para adelante sí o sí.
Tuvo más trabajos. Participó en la construcción de los túneles de la central de Castrelo. Su marido, natural de Enxilde-Mazaricos, también, y fue uno de los afectados por la silicosis. Falleció con 50 años, María se emociona al recordarlo, sentada en la cama, con una mala salud de hierro, como suele decirse.