De un tiempo a esta parte, la solución a muchos males del día a día está en los bancos. No en las entidades, claro, sino en aquellos donde uno puede sentarse, sin sobresaltos. Como cada año por estas fechas, en los últimos compases de un verano que cada vez se apropia más de septiembre, el camino que conecta Corme con el Faro Roncudo deja una imagen que ya es casi un clásico: vecinos, caminantes y peregrinos de la carretera se adueñan de una ristra de bancos de cemento, repartidos a lo largo y ancho de todo el trayecto, que guardan historias de todo tipo: sobre ellos han estado turistas, parejas que un día fueron y ya no son, algún que otro dominguero de resaca y también lobos solitarios. Gente de paso, en definitiva, porque es lo que somos.
Durante la pandemia, cuando los núcleos alejados de lo urbano se convirtieron en el refugio de muchos que temían a las aglomeraciones, hubo quien pregonó a los cuatro vientos que tal vez ahí se intuyese una segunda oportunidad para revitalizar el rural, para evitar que el éxodo a las ciudades siga su curso. El tiempo dirá si fue un espejismo y también quién cumplió su promesa, pero dudo que esta resurrección sea real mientras la pérdida de servicios básicos siga su curso. Si hay un círculo vicioso que cortar, tal vez la tijera deba evitar empezar por ahí. «Non hai moito que perder ata que che lisque o médico», nos contaba un vecino de Corme este verano. Pero esto ya no va tanto de perder, sino de atraer. Revertir, en todo caso, lo que se asume como un proceso inevitable. Mientras tanto, nos quedarán los bancos con vistas al mar para capear un temporal que no cesa.