Campos de amapolas

Gonzalo Trasbach
Gonzalo Trasbach RIBEIRA / LA VOZ

BARBANZA

JUNTA DE ANDALUCÍA

24 may 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Recordar. Recordamos las mareas que atraviesan el tiempo, y también las cosas que resuenan en las voces que trascienden el sueño. Estás dentro de un sueño. Te ves cruzando un desierto. Tienes sed, mucha sed. Te desplomas rendido. Te duermes sobre la ardiente arena. Y después te despiertas con la boca tan reseca que parece que tienes el paladar pegado a la lengua y los labios sellados. Y entonces gritas: ¡Agua! ¡Agua! ¡Maldita pesadilla!, sueltas cuando te incorporas sobre la cama sudando.

Te yergues y vas a la cocina. Bebes un vaso de agua. Vuelves a la cama y al poco rato te vuelves a dormir. Esta vez sueñas que te adentras por un sendero que discurre entre pinos, carballos y castaños. El paraje te resulta conocido. Detrás de la masa arbolada te topas con unos campos en los que destellan amapolas bajo la luz del mediodía, a esa hora en la que las cigarras mueren con las gargantas reventadas. Campos de amapolas: territorios que frecuenta el lobo, animal que, según los relatos de nuestras antiguas meigas celtas, solo distinguen el color rojo, una cualidad ocular que atestigua que procede de una estirpe real. Al despertar, te haces una pregunta: «¿Será esta la causa de que los campesinos siempre los temiesen y rechazaran?».

Giras a un lado y al otro hasta que de nuevo vuelves a dormirte. Ahora te ves recostado contra el tronco de un árbol frondoso. Escuchas a lo lejos una voz que se te acerca y te reza en el oído: «Amo esta luz que se desparrama sobre los prados ocultos tras estos pinares, olvidados por sus dueños, pero conservados por el Señor. La amo porque alumbra el blanco manantial de los recuerdos, hacia el que me guía la sed». Y luego apareces en la escena tumbado de frente sobre la fresca y cristalina corriente, bebiendo de bruces como los animales que bajan de las laderas del monte.

Despiertas. Es tiempo de levantarse. Desayunas y a continuación subes al coche y conduces hasta la Ponte do Gamo. Aparcas. Caminas por una pista sinuosa y empinada. Tras un largo trecho, bajas hacia un escondido recodo del río, donde unas laxes sostienen el terreno de las dos orillas, formando una piscina de fondo arenoso. Arden las piedras bajo el sol. Las lagartijas que se asaban sobre ellas salen corriendo y se agachan entre la hierba cuando perciben tu entrada en el agua. Te estremeces entre su frescor. Late acelerado tu corazón. Sientes como fluye la sangre en tus venas. Y murmuras: «Si fueses un artista, ahora escucharías brincar el duende de Lorca en tu corriente sanguínea».

Te sientas en una laxe para secarte. Como si fuese un gato, un mirlo asustado sale corriendo y chillando de entre los matorrales. Notas una suave brisa sobre la piel. Y luego presientes a tu espalda un movimiento y un crepitar de leña seca. «Serán animales entre la maleza. ¿Un raposo rojo o tal vez algún jabalí? A estas horas no hay por aquí lobos, que aman las noches, sobre todo las de luna llena», recuerdas para confortarte.

Ya es hora de regresar, piensas. Allá en lo alto, por la carretera, divisas coches avanzando lentamente, como en procesión. «Parece que salen del bar de al lado de la iglesia», musitas. Dos palomas levantan el vuelo desde entre los pinos. Comienzas el camino de vuelta y te preguntas: «¿Cómo estará ahora mi paloma de campo?». Y mientras vas andando recuerdas un verso de Kan-Ami que copiaste de un encabezamiento en uno de los libros de Anne Carson, y que reza de este modo: «En la ciudad de Kowata/ había caballos para alquilar/ pero te amaba tanto/ que caminé descalzo todo el camino».