Vengo del nunca. Voy a la nada

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

MATALOBOS

26 ago 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Vengo del nunca. Voy a la nada. Deberíamos acostumbrarnos a tener presentes nuestra debilidad extrema y nuestra ínfima inmaterialidad. Expulsar el virus de la soberbia, ahogar en los siete mares la bacteria de la envidia y fumigar con versos atomizados el rebelde virus de la venganza llegarían así a ser nuestros trabajos de Hércules. Al menos, una jornada al año, tendríamos que dedicarla a estas tareas de purificación. A primera hora de la mañana podríamos sumergirnos en agua de rosas hasta perfumar el alma. A media tarde, cuando los pinares se besan contemplando el último viaje del sol, nos sería muy útil abarrotar los ojos capturando la última luz que como una catarata se precipita al otro lado del horizonte. Y, llegada la noche, nos dejaríamos invadir por la risa de plata que llora la luna hasta sentirnos traspasados por las palabras de las gentes que fueron sabias. Así nos lo dejó escrito José Hierro: «Entre dos nuncas. El recién llegado/ contempla el cielo encajonado/ entre dos muros, entre dos sombras, entre dos silencios,/ entre dos nadas».

Sí. Deberíamos aprender de memoria este latigazo de fuego para repetirlo una y otra vez cada mañana cuando el cuerpo, cegado por la luz, se agite sacudido por el alma que nunca duerme. Los poetas, las poetas, son seres extraordinarios, dioses inequívocos, palabras en carne viva que iluminan el camino que en nuestra necedad despreciamos. Nos gusta más andar el camino ancho, libre de obstáculos y enredaderas. El camino por el que todos circulamos como manadas de nubes amaestradas por el viento de la derrota. Nos negamos obstinadamente a elegir la ruta que nos señaló Luís de León: «La escondida senda por la que han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido». Por eso, perdidos en esas llanuras sobre las que un sol mortecino cuelga de los cielos prendido por un imperdible de quincalla, caminamos dando tumbos, golpeándonos los unos a los otros en busca del descanso que nunca ha de llegar.

El Nazareno, otro sabio, nos dejó dicho: «¡Dejadlos! Son ciegos guías de ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo». Pero, recalcitrantes, persistiendo en el error que alimentaron nuestros padres y los padres de nuestros padres, seguimos caminando hacia la perdición irremediablemente. Si aquel va y es gente principal, yo iré también. Y si vistiere de rojo, de rojo vestiré yo, nos decimos mientras unos a los otros nos damos, como escribió Miguel Hernández, dentelladas secas y calientes. Así llegaremos a la nada viniendo del nunca.

Tal vez estemos todavía a tiempo de virar el timón de nuestra desvencijada nave, arbolar sus escuálidos mástiles y relanzar su singladura rumbo a la Tierra Prometida en la que no habita el nunca ni la nada sino la gloria de las flores abanicando la respiración de las estrellas. Naveguemos alegres sobre el mar de versos que los poetas cultivaron: «Quiero salir del alarido/ y del sollozo.../ Quiero irme deshaciendo ya/ en el crepúsculo del sueño.» A eso nos anima León Felipe. Huir de la vulgaridad, de la desidia y del desamor y, poquito a poco, convertirnos en polvo de estrellas. Y dejar una estela, un espejo de nuestras vidas serenas, para que la sigan nuestras almas futuras.