Zamora

Maxi Olariaga LA MARAÑA

BARBANZA

08 ago 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Dan para mucho 36 horas en Zamora. «No se ganó Zamora en una hora». Acabo de asentar mi sosa vida pueblerina en la villa de doña Urraca. Llegué a ella trepando los riscos que desde el Duero siempre joven, te precipitan en la plaza Mayor desde la que puedes sentirla como una lanza real horadando su cuerpo de piedra antigua y sabia. Aventúrate por la calle Santa Clara y déjate invadir por los aromas del café recién hecho, pero también por las oleadas del mar de una cecina memorable y el estallido de unos quesos de cabra resueltos con la maestría propia de un oficio milenario. Por escuchar los pasos líquidos del padre Duero, nos alojamos a su vera en un hotel que fue convento.

Desde sus galerías podía verse la majestad de la andadura de aquel río recién lavado, lágrimas de Dios que desde la eternidad juegan al escondite con los puentes camino de Portugal. Eso fue un acierto. Pero todo éxito tiene su cruz y, por sentir las soleras que pisaron los reyes de Galicia, de León y de Castilla, y también los grandes emires venidos de Oriente en busca de la joya cristiana, decidimos subir a pie a la ciudad.

No dejamos la vida en el intento gracias a la amabilidad de una farmacéutica que nos refrescó el respiro. Recordé el verso de Manuel Machado: «Polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga». Y desde las alturas, buscándome en los espejos del río, evoqué a Gerardo Diego: «Río Duero, río Duero/ nadie a acompañarte baja;/ nadie se detiene a oír/ tu eterna estrofa de agua». Y es cierto. La ciudad, como todas, ya no bebe el milagro de sus ríos y las encinas, aquí y allá, ven indiferentes como pasa el tren que nos devuelve a casa.