«Buffy»

Maxi Olariaga LA MARAÑA

BARBANZA

01 nov 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Me pide el habitante de la alcoba del alma en la que residen los sentimientos más amados, parafrasear a mi poeta Miguel Hernández: «En Noia, su pueblo y el mío, se nos ha muerto como del rayo, nuestro Buffy a quien tanto queríamos». Buffy era nuestro perro. Una boxer de ocho años, inocente y cariñosa, comilona y dada, este azulado otoño, a los baños de sol en la terraza vigilando el peligroso revoloteo de las velutinas. Honesta, limpia, muy de su casa, de ladrido justo y entonado y sobre todo leal como nunca llegaremos a ser las personas. No la recuerdo de mal humor ni siquiera cuando la lluvia la obligaba a pasar el día encerrada, viendo como sus amos mataban las horas ante el resplandor hipnotizante de un televisor en el que no reconocía a Rintintín ni a los 101 Dálmatas de la maléfica Cruella de Vil.

Amar a un animal, convivir con él, solo lo comprenden los que están en ese trance. Y añorar su presencia. Y llorar su ausencia. Sentir como el alma se vierte en el abismo de lo inesperado, es un dolor que solamente lacera a los que convivimos con ellos. Una torsión de estómago, dijo el veterinario; no es frecuente, pero sucede en las razas grandes como pastores, dogos, akitas... Es una muerte rápida, pero dolorosa. Nuestro Buffy nos miró con esos ojos que en los boxer flotan en el lago de la melancolía, mientras embarcaba en el velero blanco que lo devolvía a la ceniza volcánica de la que surgió hace millones de años.

Buffy nos dijo adiós con ese gesto que anunciaba lo irremediable de la muerte. Mañana llegará a ser flor o mariposa y como la canción tal vez hayamos aprendido a ser civilizados como son los animales.