Temprano madrugó la madrugada, escribía Miguel Hernández, al que siempre acudo en los días duros. Como la madrugada, temprano madrugó el final de la inocencia. ¿Quién puede recordar el día, el instante en que perdió la inocencia? Tuvo que ser un golpe terrible. Un terremoto que abatió las columnas de un mundo feliz, ingrávido y lleno de luz. Sin embargo, apenas podemos atisbar indicio alguno que nos desvele la hora de aquella catástrofe. Imposible recordar el momento en que arrancamos la manzana de la boca de la serpiente y la saboreamos sentados a la sombra engañosa del árbol del bien y del mal. Nuestra alma, mansa y calma como la mar cuando duerme, debió sufrir un dolor lancinante, tuvo que sentir como una daga de fuego traspasaba las cortinas de seda tras las que habitaba su placidez. Es increíble que no consigamos recordar aquella hora. Tal vez se deba a que la inocencia no se pierde de golpe, me dice el fantasma que se me aparece cada noche. Se va deslizando cuesta abajo, suavemente, hasta caer en el pozo contaminado por todas las injusticias que en su fondo se pudren desde que el mundo es mundo. Y debe ser cierto.
Uno no puede, de un instante para otro, comprender que en ese pozo se amontonan en un detritus fétido, las calumnias, la hipocresía, la soberbia, la deslealtad, la envidia y ese rastro de asesino que deja en el tubo de ensayo los datos reveladores del análisis de nuestro yo. Los seres humanos, nuestra historia lo demuestra, asesinamos, robamos, ultrajamos y maldecimos o renegamos de quien más nos ama si está en juego salvar nuestro pellejo, nuestras prebendas o simplemente nuestra comodidad.
Al fondo del pozo van los restos de todos aquellos que no se dejaron manipular, que se opusieron a la tiranía, que se negaron a obedecer a los perversos y que entregaron su vida por salvar la honra, defender la alegría o dar testimonio de la verdad propia o ajena. Así, peldaño a peldaño de una escalera de agua viva, la inocencia se va despeñando desde la altura del espíritu libre sin que, por muchas acequias, presas o embalses que construyamos para detener su loca huida, podamos contener la hemorragia desbocada como un potro cimarrón que vuelve a su vida agreste y salvaje, harto de los límites de su cuadra y de la fusta de su amo.
Una vez que la riada nos sobrepasa y nada queda sobre el campo en el que giraban las agujas del reloj de nuestra vida, la inocencia es irrecuperable. Solamente, allá en la última gruta del corazón, queda una lucecita, un portal encendido en el que un anciano limpio como las estrellas nos llama por nuestro nombre las noches de angustia y desconsuelo. Su voz se hace más perceptible cuando las tragedias, los sinsabores y la pena negra golpean los costados de este destartalado navío que llevamos a lomos de nuestra alma de galerna en galerna. Ese lastre de inocencia que todavía mantiene a la nave en su escora evitando su naufragio, nos salvará la vida para la eternidad si logramos asirlo con firmeza, con fe. Viviremos para siempre y un año seremos mariposa, otro seremos la flor de una magnolia centenaria y otro, al fin, una golondrina sabia que en primavera volverá al lugar umbrío en el que nuestra inocencia yace dormida aguardando nuestro regreso.