Alma de algodón, corazón de arena

Maxi Olariaga

BARBANZA

MATALOBOS

09 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Siempre que ingreso en un hospital, recuerdo los versos de Miguel Hernández, mi poeta amado: «...dan espuma mis venas/ y entro en los hospitales, y entro en los algodones/como en las azucenas». Y me consuelan el verso y la palabra. Y, entre los dedos del alma, se ausenta el agua amarga de la pena y la nostalgia de lo que queda al otro lado de la puerta blanca que se cierra tras el último adiós familiar. La soledad del hospital la vives en un mundo limitado por las fronteras de tu cama. A tu lado, otro mundo flota ingrávido en una nebulosa de sábanas, otro doliente que mira ensimismado el techo por el que trepan las horas hasta despeñarse en la transparencia del ventanal. El cristal que nos separa del mundo que hasta ahora habitábamos, es una pantalla líquida a la que se asoman las torres de la catedral amparando el bullicio de la ciudad. Presientes el tráfico y el vocerío, las prisas y la indolencia, el bien y el mal acechando en los portales y el aire de la vida que pasa sobre los tejados bendiciendo la aventura de caminar sin vuelta atrás.

Poco a poco, adaptado a tus fronteras de lienzo, vas olvidando el mundo anterior y hallas en el techo el cielo, en los focos las estrellas y en la luz que desde el pasillo todo lo invade, adivinas el sol paralizado en una eterna alborada. La estancia hospitalaria es una hoja de almanaque atascada en el bisiesto 29 de febrero. Una eternidad de papel cuadriculado en el que los sabios escriben la biografía de tus adentros. De vez en cuando, las agujas indagan bajo tu piel la causa de tu mal, y extraen la sangre en la que naufraga la nave de tu salud. Van y vienen una legión de marineros. Te agitan, te auscultan, toquetean tu vientre, examinan tus ojos, tus oídos, tu boca. Te preguntan sin esperar respuesta, te animan y te confortan con un «va bien, la cosa va bien». Y desaparecen dejando atrás un vuelo, una estela de bata blanca que se pierde en la pantalla del ventanal camino de la libertad.

Cierras los ojos y te miras por dentro, te examinas despacio y te das cuenta de cuánto tiempo hacía que no te detenías a meditar un momento, a pensar en tu espacio, en tus cosas, en tu camino ancho por el que ruedas sin rumbo como una pelota perdida, aquella que viste irse río abajo a través de tus lágrimas de ocho años. Y todo tu continente se va adentrando en el océano de los recuerdos remotos. Los besos de tu madre, la escuela, los días de Reyes Magos y las tardes de playa haciendo flanes de arena. Arena. Así sientes tu corazón. Una duna que late en tu paisaje interno acariciada por la brisa que como una planta vital, cultivas en tus pulmones.

Consigues, en ese estado de ausencia absoluta, tocar tu alma con la punta de los dedos y compruebas que es un soplo de algodón que recorre tu cuerpo desde los pies a la cabeza en un eterno periplo milagroso. Deseas con todas tus fuerzas quedarte a vivir colgado de la sombra de ese árbol que vive en tu interior y te acurrucas en una de sus ramas como un gorrión acosado. Y, poquito a poco, te duermes asido al sueño de la felicidad. Sin más, súbitamente, los sabios te expulsan del Paraíso. Solo te queda la esperanza de regresar allá donde un corazón de arena flotaba en un alma de algodón.