Se apagan las estrellas

Maxi Olariaga

BARBANZA

10 abr 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Nos hemos hecho a la idea de que las estrellas lucen desde siempre, brillan eternamente bordadas en el cielo con hilo de cometa manejado por la mano costurera de Dios. Les hemos puesto nombres de héroes legendarios y les atribuimos poderes mágicos para resolver los devaneos de nuestro caminar por la tierra.

Nos acostamos boca arriba las noches templadas de verano y miramos sin ver, el tráfico de millones de luminarias que sobre la liquidez oscura del mar del firmamento navegan rumbos desconocidos. Nos recuerdan al oro inalcanzable que, prendido de un terciopelo negro, traían al San Marcos los vendedores ambulantes voceando su calidad entre el fragor de los carruseles. Nos imaginamos que podríamos caminar saltando sobre ellas como sobre las piedras de los ríos para vadear la nebulosa que no tiene principio ni fin, ni vacío ni profundidad, ni anchura ni longitud.

Nos han dicho desde niños que con solo atisbar una, podremos saber donde se halla el norte y muchas veces, desesperados, hemos podido comprobar que el norte no nos sirve para nada ya que después de errar por los ardientes pedregales de la pena, hemos vuelto desastrados al punto de partida. Así que nos hemos traído el cielo a nuestra vera y hemos dado título de estrellas a las maravillosas criaturas que viven en la luz de las pantallas de los cines del mundo.

Embobados en la butaca, cuántas veces nos hemos ahogado en los ojos de Laureen Bacall. Cuántas veces hemos sentido ese temblor eléctrico e indescriptible que sube desde las rodillas hasta las ingles y arde cual fuego fatuo en lo hondo del vientre ante el contoneo de Marilyn Monroe refrescando su seducción en los respiraderos del metro de Nueva York.

Más de una vez he presentido en la oscuridad de la sala, los suspiros de una mujer al compás del humo del cigarrillo de Humphrey Bogart o desmayada por el intenso azul de la mirada de Paul Newman.

Mi abuelo era devoto de Marlene Dietrich y de la Bella Otero y con frecuencia pensaba en ellas mientras liaba un cigarrillo de picadura asomado a la galería que daba directamente al firmamento. Pronto comprendí que se había pasado la vida intentando alcanzarlas sin resultado alguno. Por eso caí en la cuenta de que era bueno encontrar estrellas en la tierra. Así me traje a casa a Marlene, a Marilyn y a Laureen, para mirarme en su reflejo estático y, por un instante, ilusionarme con una cita a ciegas, con un buenos días o con un hasta luego cuando salgo de paseo. Me miran desde sus efigies de madera o de satén y están presentes en todas mis cuitas con su belleza en foto fija para acompañar mis días y mis noches.

También conservo la voz de Shirley Bassey y el clarinete que Sinatra guardaba en su garganta. Así que en mi casa brillan las estrellas día y noche en mi cielo tormentoso en el que, frecuentemente, el huracán arrasa las páginas de mis libros y quiebra la pluma de mis poetas preferidos. Me voy haciendo viejo y noto que se me van apagando los astros.

Hace unos días se nos murió Liz Taylor, llevándose en su mirar violeta el brillo de las perlas que Richard Burton le regalaba sumergidas en un vaso de whisky de malta. Otra estrella que se apaga y otro cielo que pierde brillo a raudales. Cuando lo supo Zsa Zsa Gabor con la ingenuidad de sus noventa y tantos años, ha declarado sobre una camilla, camino del hospital, que ella era la próxima y la última. Tal vez lo sea y con ella tengamos que renunciar a las estrellas para siempre. Hasta de eso nos han privado.