Pantalla adentro

Maxi Olariaga

BARBANZA

03 oct 2010 . Actualizado a las 02:00 h.

Pantalla adentro vivimos en este tiempo infame. Pero qué tiempo no lo fue. No hay época en la historia conocida de los seres humanos, en la que el fuerte no se haya impuesto al débil, la guerra a la paz, la brutalidad a la mansedumbre. Hasta el siglo XX la pantalla se la creaba uno mismo en su cabeza. Los reyes y los poderosos de la tierra solo eran conocidos por sus retratos representados en cuadros y monedas. Eran una quimera del mismo modo que lo son ahora, a pesar de que su imagen se multiplica en los medios de comunicación que nos cuentan todos sus actos sociales, sus honores y sus bajezas, hasta hacernos creer que cualquier día nos los encontraremos bebiéndose una caña acodados a nuestra barra preferida o tomándose un te bajo la calidez de la lámpara de nuestra sala de estar.

Hasta hace poco, sin embargo, la infancia no pagaba ese impuesto. Era, es cierto, tan víctima de los males que generamos como hoy mismo, pero los juegos infantiles, la quimera que antes nombré, nacía de nuestro corazón espoleado por la fuerza espléndida de la imaginación. Tuvimos por eso el don de convertirnos mágicamente en héroes o en villanos, en portentosos lanzadores de estornela, en maravillosos dominadores del guá con las bolichas o en expertos en el arte del camuflaje jugando al escondite. No necesitábamos prolongación cibernética ni robótica para introducirnos en un mundo virtual porque, al igual que para volar según Peter Pan, solo se necesita desearlo, para ser un gran jefe indio o el sheriff más temido al oeste del Misisipi, no teníamos más que cerrar los ojos y al abrirlos convertirnos en Caballo Loco, Wyatt Hearp o el mismísimo Guerrero del Antifaz.

Este verano he visto en los restaurantes, en las cafeterías y en los jardines, a demasiados niños sumergidos en las pantallas jugando aislados aquí y allá, viviendo sus aventuras en soledad. Tenían amores, destruían vehículos, abatían murallas y mataban, robaban, sometían o torturaban a sus semejantes, con solo pulsar el botón adecuado en el momento oportuno. Mientras sus padres se tomaban el pulpo á feira, ellos acababan con la vida de una ciudad, sobrevolándola con su nave de titanio y sometiéndola al poder de su armamento atómico, devastando a su paso escuelas, hospitales, cuarteles, bibliotecas, teatros y edificios en los que se supone habitan seres que cantan, ríen y lloran, aman y luchan por sus vidas desde que amanece hasta que el sueño vence sus penas.

Un ejército de niños menores de doce años pulsando febrilmente el botón de su soledad, me pareció este verano más temible que todo el armamento de la OTAN o el poder destructivo de las mil veces malditas bombas de Hiroshima y Nagasaki.

Pagada la cuenta, terminado el pulpo, se levantaban los padres y paseaban por el Tapal fotografiándose con San Martiño al fondo y el niño, narcotizado pantalla adentro, acudía remiso a posar al lado de mamá para recordar en un incierto futuro, este más que incierto presente. Enfadado levantaba el niño un instante la cabeza y apenas forzada una sonrisa para la historia, volvía a la jungla y a la sangre que salpicaba los adentros del ánima digital encerrada tras la liquidez del cristal.

Temo estos días y estas horas inseguras que rodean el reloj de nuestras vidas. Temo esta soledad, esta reclusión asumida por los seres humanos de nuestro tiempo. Temo la distancia, cada vez mayor, entre las almas y entre los labios y tiemblo porque el miedo me domina y no me deja dormir a sabiendas de que bajo la alfombra ocultamos la barredura de tantas y tantas frustraciones.

Me dan miedo estos niños que somos nosotros mismos gozando de una inútil soledad sin que nadie intente amarlos, sin que nadie les diga que, pantalla adentro, jamás sentirán la ternura de un beso, la caricia incandescente de la piel sobre la piel.