La costumbre hortera de presentar a la esposa como «mi señora» no pasa inadvertida en aquellos casos en los que el esposo, ufano, rebasa el límite de la moderación y de las buenas maneras al resaltar el señorío de su cónyuge, relegándose a sí mismo a la condición de súbdito fiel de su señora, a la que convierte en titular de un señorío doméstico que disimula y esconde un espíritu machista.
Por regla general, este tipo de hortera suele ser un vanidoso encubierto de falsas modestias. Sus actitudes, en muchos casos, son como las del nuevo rico; que aunque quisiera pasar desapercibido, no puede remediar del detallito, el rasgo que lo delata como lo que es.
En esto del pronombre posesivo, más que evidenciar una sujeción o dependencia, pone de manifiesto un ánimo de posesión incuestionable. Pero, a nivel social, el hecho de referirse a la mujer de uno como mi señora está muy mal visto. Al parecer, los que así ejercen su animus posedendi no están al corriente, o así lo aparentan, de lo que en los usos y costumbres sociales normales no es correcto.
Es obvio que, por una correlación inmediata, el empleo del mi conduce a establecer una correspondencia de señorío en el marido que, automáticamente, se califica de señor. En la realeza o la aristocracia, el uso del posesivo no es de recibo y nadie habrá oído a un soberano, cuando se refiere a su esposa, decir mi reina, o a ella decir mi rey. En una escala inferior, sería ridículo oír a un conde, cuando presenta a su esposa, decir: «Aquí, mi condesa».
A veces, los más engalanados salones o las más recargadas casas estropean sus contenidos de buen o mal gusto con esas horteradas de quien no está a la altura de lo que tiene y que, con el uso y abuso de los posesivos uxorizados, coloca a su esposa resaltándola como objeto precioso de un señorío que falla por su propia base, dándose la circunstancia de que son los hombres los que usan los posesivos y jamás las mujeres.
Posiblemente, en medio de ciertas frialdades afectivas que pueden darse en la alta sociedad, si la esposa se refiere al marido en tono distante, podrá decir: el conde. O en las esferas militares, para ocultar sentimientos afectivos de cara a desconocidos.
En todo este orden de cosas, en el que intervienen expresiones que, según donde se pronuncien, quedan normales o, contrariamente, ridículas, el matizar y poner en su contexto social y ambiental las mismas es muy importante. Saber distinguir quién es quién y expresarse ante la persona en cuestión de modo y manera convierte en unos casos lo normal, coloquial e íntimo en extravagante y fuera de tono. Al contrario, lo que pudiera ser ridículo en unos ambientes, es normal en otros. Es ridículo y de mala educación presentar «aquí, mi señora».