Quién no sintió esa angustia. Quién no se vio perseguido por el fuego que todo lo devora. Quién no se sintió acosado por las bestias de la noche. Quién no transitó por un oscuro y eterno callejón sin salida. Y quién no desesperó al sentir los pulmones desalentados vibrando en busca del aire como las alas de las golondrinas caídas del nido a la calle. Si a todos nos ha sucedido eso, si alguna vez hemos residido en el túnel helado de la soledad, entonces, quiénes son esos dioses perversos que vagan por la vida alardeando de no necesitar cosa alguna de mí o de usted. Esos elegantes leopardos que reinan en la pradera y matan para alimentarse a sí mismos y a su familia. Esos seres animados por la soberbia que se enseñorean del mundo, ajenos a sus lágrimas, a sus muertos, a sus dolores diarios. Quiénes son esas inmaculadas almas que jamás han cometido un error, los que nunca se equivocan, los que juzgan, los que vomitan los mejores vinos y se aparean en las mejores camas. Esos elegidos que nunca han necesitado un amigo, una ternura, un apoyo.
En esta fotografía se puede ver a un hombre sólido mientras duró la armadura que le protegía del exterior. Un hombre que unos minutos antes tenía el mundo a sus pies. Un hombre que seguramente, en nombre de la patria, acababa de arrasar una aldea perdida en ninguna parte. Un hombre seguro de sí mismo que tal vez blasfemaba mientras apretaba el pulsador de fuego a discreción y estaba dispuesto a arrollar con su vehículo lo poco que de carne y piedra humeaba en el suelo de su conquista.
A través de la mirilla y el radar dominaba los cielos y la tierra. Era dios en aquel desierto donde los alacranes se comen a los escarabajos y las víboras cercenan la vida de las ratas. Pero le llegó su hora. Su coraza se convirtió en una bola de fuego y estruendo y el sol de arena inundó el útero virgen donde residía y desde el que dictaba la ley del más fuerte.
Anonadado pidió socorro al viento y a la tempestad exterior e, increíblemente, apareció un semejante que lo empujó fuera de las puertas del infierno. Un semejante que le ofreció su hombro, su cantimplora y su ánimo. Un camarada al que se le encendió la luz que de niño veía en la cuna tras la sonrisa de su madre y decidió salvarle de una muerte segura.
Aquel dios de los desiertos había naufragado en el mar de arena infinita de la que se creía rey. A su espalda su nave zozobraba y pronto sería absorbida por las dunas errantes. Nada había quedado de la aldea arrasada y nada quedaría de la nave armada que había causado el desastre. Solo él había resucitado porque alguien escuchó su ruego: ¡Sacadme de aquí! Se ve que, a pesar de todo, este dios del mal aún desconfía de su suerte. Su soberbia le hace portar el arma en su mano derecha, no vaya a ser que su salvador quiera destruirle.
Esta foto es solo un símbolo. En estos tiempos difíciles de manejar como augura la Biblia, el hombre del rifle y el tanque pasea por nuestras calles y se mece en nuestro porche mientras se bebe nuestro gintónic y se fuma el puro que habíamos reservado para la tarde del sábado. Siempre está ahí caminando por encima de nosotros, sobrevolando nuestro ámbito y haciéndonos ver su superioridad, su éxito y su derroche de poder y energía amenazante. No nos dejará en paz porque conoce nuestras debilidades y sabe que si algún día cae, cosa improbable, usted lo levantará y aliviará su dolor con agua y con palabras. Fíjese, cuando esto suceda, como él tendrá su mano armada, fría, dispuesta siempre a asestarle el golpe definitivo.