Crónica del país de Nunca Jamás

Maxi Olariaga

BARBANZA

Maximalia

13 ene 2007 . Actualizado a las 06:00 h.

He estado en el país de Nunca Jamás con Peter Pan saltando de estrella en estrella, de planeta en planeta, cabalgando por los cielos asido a las crines de plata de los astros errantes. He vivido, claro, con los niños perdidos que me acogieron, con sus manos pobres y sus ojos tristes, como a un hermano. Desde aquellas alturas veía la tierra como un globo azul y verde flotando en el vacío encadenado al sol. La luna, como una luz de posición de popa, la seguía cosida a ella con hilo de nubes. Peter Pan me enseñó a mirar, que no a ver, la tierra desde Nunca Jamás y, cuando aprendí a vislumbrar entre la atmósfera una placenta de cielo en cuyo interior se movían errantes mis amigos, mi hijo, mi esposa y todos los seres humanos, por un momento el espanto se quedó a vivir en mi corazón. Fue mi obsesión ayudarles a que no se precipitasen al vacío, tan cerca del precipicio caminaban, pero Peter y los niños perdidos me explicaron que así sucedía desde hacía miles de años y nadie se había despeñado y perdido en el cosmos. Con el paso de los días dejé de vislumbrar y aprendí a mirar de cerca el devenir de las gentes sobre la tierra, los lagos, los ríos y los mares. Entonces de nuevo el desánimo, el horror y las lágrimas me llevaron a ocultarme en la sentina de la nave del Capitán Garfio. Me di cuenta enseguida de que aquel terrible pirata era un ángel del cielo comparado con los que veía sobre la tierra. Cien, quizá doscientos corsarios armados hasta los dientes atemorizaban, pisoteaban y sometían al resto de la humanidad. El hambre, la peste, la sed y el fuego arruinaban las casas y los cuerpos. Los niños se morían tendidos al sol como lagartos de yeso con sus extremidades corroídas y sus vientres hinchados como globos. En la oscuridad de la sentina de la nave de Garfio, pretendí huir de aquella visión terrible, pero, como en una sala de proyecciones, la película inundaba el espacio y cualquier rincón era una pantalla del desastre en la que se reflejaba la desolación en la que habíamos convertido nuestro planeta. No quise volver. De verdad decidí quedarme en Nunca Jamás, pero un atardecer Peter Pan me trajo a casa. Me dijo: «Sufrirás, pero por ahora tu sitio está en la tierra. Cuida de los tuyos. Ya volveremos a vernos». Así que he vuelto. He revisado mis armarios, el cajón donde dormía mi pluma esperando mi regreso. He abrazado a mi gente, a mis amigos, y como Pan me anunció, de inmediato comenzó el sufrimiento. Mirada de Agrelo Aún boqueaba el aire como un pez fuera del agua, cuando un martillo de oro golpeó mi pobre corazón. A escasos metros de mi postración, mientras yo mataba mi propia muerte, Pepe Agrelo moría su propia vida abandonando sus espantapájaros sobre las tierras yermas que recorrió nervioso como un vimbio de los dioses. Como yo aún estaba en tránsito, pude ver entre las nubes como se despeñaba la lluvia que no era otra cosa que el llanto de Talía. Percibí el crujir de las tablas de un gran teatro y vi como la platea, los palcos y el vestíbulo se inundaban con la sangre derramada por aquel hombre único en mi vida. Pensé que en aquella hora estaría ensayando el Espantapaxaros con los niños perdidos y recordé las palabras de Pan. Pedí un espejo para reconocerme y detrás de mi rostro reflejado vi la amorosa mirada de Pepe Agrelo y percibí su animosa sonrisa. Supe así donde encontrarle cuando, definitivamente, mi corazón se reduzca a escombro.