«El hedor allí abajo era insoportable»

Serxio González Souto
serxio gonzález VILAGARCÍA / LA VOZ

AROUSA

Martina Miser

El desierto de Arizona y el 11S se entremezclan en la odisea americana de un arousano

11 oct 2017 . Actualizado a las 21:07 h.

José Manuel Paulos Rodríguez (Vilagarcía, 1967) regenta un puesto de perritos calientes en una esquina del centro de la capital arousana. La vida transcurre de forma razonable junto a Mari Leisi. La familia crece. Al pequeño Maddox acaba de unirse Sabela. El negocio va funcionando. Manuel es un hombre tranquilo y cuidadoso. Nadie diría que a los 17 años, sin apenas haber salido antes de Vilagarcía, fuese capaz de liarse la manta a la cabeza, volar a México e internarse sin papeles en los Estados Unidos. «En el colegio no dejaba de mirar los mapas de América», recuerda. «Era muy joven y no me daban el visado, así que me dije que allí, en el norte de México, había una frontera y que habría alguna forma de cruzarla».

El préstamo que le proporcionó su hermana mayor, unas 150.000 pesetas que transformó en cheques, le permitió aterrizar en México sin una idea muy clara de qué iba a hacer. Suerte que al propietario de un pequeño hotel, descendiente de españoles, se le encendió el patriotismo solidario. Él fue quien orientó a Manuel hacia Ciudad Juárez y le puso en contacto con un coyote, el guía que le ayudaría a internarse de forma clandestina en territorio gringo. «Ya la primera noche en Ciudad Juárez presencié un tiroteo entre la policía y una banda de delincuentes, era terrible». La balacera no fue más que la primera de una serie de duras experiencias que, quién lo iba a sospechar entonces, concluyó muchos años después en la mismísima zona cero, entre los restos de las Torres Gemelas, abatidas por el terrorismo islamista aquel 11 de septiembre que cambió el mundo.

«Cruzamos a pie, un grupo de once personas, nos llevó desde las nueve de la mañana hasta las dos de la madrugada del día siguiente; tuvimos mucha fortuna, porque no era extraño que los coyotes robasen a la gente y la dejasen tirada en medio del desierto». Aquel desierto era el de Arizona. El calor intolerable daba paso, al caer el sol, a un frío gélido. «Vimos a lo lejos a un hombre grueso, tendido en el suelo, la cabeza tapada con un sombrero. Al acercarnos comprobamos que estaba muerto, en la barriga un agujero, los buitres se alimentaban». Dos de sus acompañantes no pudieron seguir. Agotados, ateridos, simplemente dejaron de andar. Preguntar qué fue de ellos constituiría una grosera obviedad. A Manuel no le gusta el muro que Trump promete agigantar. Pero él, que entró en el país como un clandestino más, entiende que los norteamericanos tengan sus razones para ponerse serios. «Allí -relata- moría muchísima gente, perdida y desorientada en el desierto, ahogada en el Río Bravo». Su aventura, en fin, lo llevó al aeropuerto de Albuquerque (Nuevo México). Nuestro hombre pagó con un cheque al coyote, unos 400 dólares que había escondido en un lugar al que nadie le echaría la mano, y tomó un vuelo a Nueva York, donde le esperaba un tío suyo.

Manuel se benefició del proceso de legalización que Reagan abrió a finales de los años 80 y, establecido ya en condiciones, prosperó en una empresa dedicada a la construcción. El 11 de septiembre del 2001 le sorprendió encaramado al puente de Brooklyn, trabajando en una serie de reparaciones. «Desde allí lo vimos todo. El primer avión pasó muy cerca, pero el segundo se acercó tanto que notamos cómo aceleraba antes de chocar y la onda nos golpeó como una ola de calor al abrir un horno». La capital del mundo era un caos. «Los puentes y los túneles colapsados, la gente corriendo por encima de los coches». A él y a sus compañeros les tocó desescombrar la zona cero. Una tarea para estómagos blindados. «El hedor allí abajo era insoportable, cada día aparecían cuerpos desmembrados. Entre las cenizas, de vez en cuando, algún lingote de oro de la cámara de un banco». Perturbadora combinación. Manuel, que conserva la doble nacionalidad, aguantó seis meses antes de pedir el cambio de puesto. Todavía tardaría un par de años en regresar a Vilagarcía, pero aquello marcó el punto de retorno. Papaya. Así se llama su pequeño restaurante. La calma tras la tempestad.