AREOSO | O |
08 dic 2004 . Actualizado a las 06:00 h.HE DESCUBIERTO que soy muy mayor. El mundo se mueve tan rápido que los que pasamos de los treinta hace ya tiempo que nos hemos quedado descolgados. Entono el mea culpa y reconozco que no tengo ni la más remota idea de lo que mi teléfono quiere decirme cuando me ofrece «información de célula». Tampoco sé a qué se refiere cuando me remite al servicio SIM. Ni sé qué debo hacer cuando se empeña en pedirme el código PIN2. Todas estas palabras me suenan a chino. Pero en realidad, me importa un bledo. Aunque para muchos sea un bicho raro, yo sólo le exijo a mi móvil algo tan sencillo como poder llamar y ser llamada. Sus filigranas no me interesan lo más mínimo. Pero debe ser que a mucha gente sí, porque me encontré hace unos días estupefacta ante el que está llamado a ser el último grito en telefonía: un aparato capaz de convertirse en flor una vez que ha dejado de ser útil. Debo decirles que me acomplejaba un poco mi analfabetismo tecnológico. Hasta que me di cuenta de que lo que en realidad hacemos no es evolucionar, sino huir. Lo descubrí durante una visita a la citanía de Santa Tecla. Si yo viviese allí, con las mejores vistas del mundo a mi disposición, créanme que tampoco me interesaría lo más mínimo el progreso.