Tabernas de ayer (han sido meses sin poder ir a tomar los vinos)

Pablo Mosquera MÉDICO

A MARIÑA

XAIME F. RAMALLAL

20 jul 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Será que cuando algo o alguien no están donde solían, les echamos en falta. Han sido meses sin ese ritual tan gallego de tomar los vinos en cantinas y tabernas. Hay un magnífico trabajo, que mis amigos del Seminario Estudos Terra de Viveiro, tuvieron la feliz idea de publicar para ese espacio infinito etnográfico y costumbrista que nos enriquece sobre las Tabernas del Concello de Viveiro.

Coincide con dos buenas noticias. Este fin de semana se reabre en Sargadelos, A Sacabeira, y se inaugura espacio tabernario dentro del Complejo Artesano de la Cerámica. Tendremos la oportunidad de hacer peregrinación desde Cervo -Caseto de Copa y Almacén- hasta Santiago de Sargadelos donde cerveza y Rioja o Mencía

tienen el valor añadido del lugar con su historia y ambiente secular, sin olvidar las mascarillas y distancias contra infecciones víricas.

Nosotros no vamos a bailar.

Nadie como Cunqueiro para describir tabernas y taberneros. No confundir con chigreros. En la Galicia del interior las cantinas suelen estar rodeadas por castiñeiros y carballos. En el otoño sirven magostos al caminante. En invierno siempre hay fuego al que contarle alguna de nuestras historias o leyendas. Y desde luego, siempre a disposición del cliente ese aguardiente amable y frena catarros propios del otoño-invierno galaico. Mi amigo Paco Rivera siempre me pone como ejemplo Friol, por su buen queso y alguna que otra tortilla de chorizo. Y la

frase que nos recuerda Cunqueiro del hombretón que escancia: «o viño da miña casa é bó, porque este é un lugar mui repousado».

Repasar a Don Álvaro es tanto como retroceder en el tiempo. «En la taberna de Póngalas solían ir a beber hasta las Benditas Ánimas, buscando entre calles de Obispos aquellas cañas de la Lancera, el sursum cordam de la repostería mindoniense». Algo así sucedía en el bar Mar. En el mostrador aquel capitán de alturas fondeado por una mujer pequeña y nerviosa, excelente cocinera con el

secreto de las empanadillas de perdices y codornices, o el guiso de ballena-. Marcelino Díaz y sus hermanos: Tomás, Anselmo, Pepe, Joaquín, Manola y Amadora, eran almas propias de aquel San Ciprián que sabía a mar y olía al yodo de las algas.

Mientras, dentro de aquellos templos para la sabiduría popular, se mezclaban olores de tabaco de cuarterón y Farias, con achicoria del café negro trajinado en pota

Tasca era otra forma de centro social. Incluso sirviendo el vino en tazas que adquirían el color del propio líquido al que afectaba el cambio de la luz entre lusco e fusco. Era tan importante que cuando los barcos del bonito hacían víveres, lo primero que entraba en cocina era el vino, tanto para la sed como para la fuerza en los brazos. Así se manifestaba Severino. Un antiguo y depurado Carabinero Real, republicano e izquierdista que ponía junto con Alberto Pillado, aquellas corbatas rojas, para marcar dignidad en plena oprobiosa.

Comparto con Cunqueiro que cuando alguien bebe sólo, ¡malo!. El vino requiere parrafadas y pausas para dedicarle las horas canónicas. Por esto y más, me considero un hombre del pasado siglo XX. Y mis amigos comparten tales costumbres. Somos historia ante un nuevo siglo al que le vale la letra de aquel inmortal tango que tan bien canta mi amigo Eugenio Del Valle en Casa Eladio o en As Viñas, de Galdo, y que se titula, como no, «Cambalache».