Mi esposo cuando se echa a reír, tose. Debe ser de tanto humo en la vida. O por tener una cabeza excesiva y un cuello muy estrecho. Vete a saber. La cuestión es que vimos a lo lejos la primera sombrilla tragada por la arena y mi marido rio. Luego tosió, claro. A mí me pareció extraño, porque no es habitual que suceda en esta playa. Y llamé a mis hijos a grito pelado, que estaban en la orilla y no suelen darse cuenta de lo que sucede en la vida. Y cuando estábamos todos en las toallas, volvió a suceder: la arena se tragó otra. Ahí es cuando la parejita de ancianos que teníamos al lado empezaron a llamar al socorrista moviendo mucho los brazos, que acudió con la lengua afuera.
Y al llegar, otra sombrilla engullida. Y otra. Y otra. Aproximándose. No podíamos explicarnos la predilección del suelo por ese objeto y no por algún que otro adolescente que había con la música enchufada a miles de decibelios.
—Será mejor que quiten la sombrilla -nos aconsejó el socorrista.
Y lo vimos correr hacia los nuevos hoyos que se habían formado. Cada vez eran más numerosos y amenazaban la catástrofe. Y podríamos haber huido. Hubiéramos tenido tiempo para hacerlo. Como lo hicieron cientos de bañistas en desbandada. Pero algo nos ató a la arena. Bueno, en concreto a mí. Es que me gusta mucho la playa y las olas, vamos. Y les dije que no, que mejor esperar y si acaso hacerle caso al socorrista y cerrarla. Porque la playa se había convertido en un ser vivo con apetito por todo aquello que daba sombra. Aunque también podía ser el cambio climático, claro.
—La arena se ha rebelado -dije. Mis hijos no me entendieron.
Buscaban desesperados sus móviles en los bolsos para hacer el vídeo oportuno para sus redes. Por supuesto que mi marido estaba embobado en la espiral que formaba la arena en el aire después de cada succión. Y yo podría haber cerrado la sombrilla y dejar pasar de largo ese gusano de las profundidades. Claro, podría haberlo hecho. Pero me limité a cambiarla de lugar. Unos centímetros. Justo al lado de mi querido esposo.
—Te vas a achicharrar, querido. Te la pongo para que te dé sombrita— fueron las últimas palabras que le dije.
Iván Humanes. Abogado. Cornellá.