Desde nuestra perspectiva occidental, el topónimo Guantánamo proyecta en nuestra mente imágenes de presos islamistas vestidos con monos de color naranja, de aviones secretos de la CIA y, últimamente, de mítines electorales de Barak Obama. Pero hay otro Guantánamo, el del lado cubano, que estos días sigue su rutina, quizá con un poco más de nerviosismo de lo habitual desde que el presidente norteamericano anunció el próximo cierre de esta base militar enclavada en pleno territorio enemigo.
El empresario gallego Carlos Rodríguez acaba de regresar de la isla, en la que tiene negocios. Picado por la curiosidad, en su última visita decidió alquilar un coche y, surcando una peculiar autopista en la que la vía del tren pasa por el medio, recorrió los más de trescientos kilómetros que separan La Habana del municipio de Guantánamo para ser testigo de una situación que cree que puede tener su lugar en la historia. Convertido en fotoperiodista circunstancial, Carlos retrató algunas estampas de la vida cotidiana de Guantánamo pueblo (acercarse con una cámara fotográfica a la base le resultó tarea estéril, puesto que lo obligaron a borrar esas imágenes) y recogió todas las impresiones que pudo. Visitó su pequeño aeropuerto, la plaza de Mariana Grajales (su María Pita particular), la laguna donde la gente pesca sentada sobre ruedas de camión e incluso probó la guarapo, el refresco local elaborado con caña de azúcar. «Una de las cosas que más me llamó la atención es que la gente está menos maleada que en La Habana, quizá porque el turismo por esta zona es escaso, y que la adhesión a los principios revolucionarios parece más firme y también más ingenua; de hecho en las paredes de los edificios universitarios había numerosas soflamas políticas, pro-Fidel, claro está». El viajero gallego recuerda que, en el trayecto hacia su destino, los carteles que anuncian la llegada a un pueblo o a una ciudad son de un tamaño y de una tipografía discretos. «Sin embargo, al llegar a Guantánamo la cosa cambia. El letrero es de dimensiones gigantescas, como si le estuviesen diciendo a los americanos: estamos aquí».
Otra circunstancia que Carlos destaca es la complicada vida de los vecinos de Caimanera, el pueblo que linda directamente con la base y desde el que, cuentan, se pueden ver magníficas panorámicas de lo que sucede tras esos muros. De hecho, hasta que Fidel suprimió el alquiler a Estados Unidos, Caimanera obtenía unos importantes ingresos por el arrendamiento del terreno a los yanquis. Actualmente, es un pueblo con frontera, al que solo pueden acceder los que están allí empadronados, que en cualquier caso se encuentran sometidos a un rígido control por el régimen cubano.
En suma: una prisión al lado de la otra.