Los ciudadanos se acostumbran al resurgimiento periódico de la tensión mientras prosiguen su vida normal
28 ago 2010 . Actualizado a las 02:00 h.«Aquí no se ha notado nada; a mí me llamaban de Galicia, preguntando cómo estaba, pero es que es lo de siempre, cualquier cosa que pase en Melilla, en la Península sale sobredimensionado». Julio Miguel Montero, gallego de Celanova, regenta el Casino Militar, una institución en Melilla. Y la crisis de la frontera, como a la mayoría de los ciudadanos de la ciudad autónoma, no le ha provocado ni frío ni calor. A las puertas de la feria que se inició ayer y en pleno ramadán, la ciudad ha olvidado ya los incidentes que han sido el alimento de la política nacional en el informativamente crudo mes de agosto. ¿Una serpiente de verano? Tal vez, pero asentada sobre un equilibrio frágil siempre cercano a la detonación.
Los funcionarios policiales, acusados de vejaciones por el Gobierno marroquí y principales víctimas del acoso desde el espacio interfronterizo conocido como tierra de nadie pero controlado de facto por las autoridades alauíes, aseguran que los incidentes finalizaron de forma radical tras la visita a Marruecos del director general de la Policía. «Son protestas cíclicas -asegura Julio Millán, responsable del Sindicato Unificado de Policía en Melilla-, que vienen cada verano con más o menos intensidad». Lo que no es tan normal es que el Gobierno marroquí presente una batería de cinco quejas en menos de un mes por el trato que sus ciudadanos reciben en la frontera. Ni que la crisis incluya la intervención de los dos jefes de Estado.
Como una discoteca
Los activistas marroquíes que han organizado las protestas se quejan de los malos modos de la policía española, su discrecionalidad a la hora de franquear la entrada a la ciudad. «Algunos policías creen que la frontera es como la puerta de una discoteca», apunta un comerciante melillense. «Cuando se junta un montón de gente a la que han negado la entrada sin razón es fácil que se produzcan disturbios», explica Said Chramti, uno de los activistas que ha participado en los bloqueos. Algunos de los policías que trabajan en el paso de Beni-Enzar, el más importante de la ciudad y en el que ocurrieron la mayoría de los incidentes, confiesan que la situación llegó a ser insostenible, con insultos y algaradas permanentes desde la zona de seguridad en la que supuestamente solo debería haber gente en tránsito y en la que raramente entra un policía español.
Pese a la escalada de tensión, salpimentada desde la Península con el ruidoso debate político y las visitas de Aznar (a Melilla) y Rubalcaba (a Rabat), el conflicto parece haberse frenado en seco y esta semana la zona neutra ha sido una balsa de aceite. La gestión diplomática ha funcionado, aunque el Gobierno autónomo hubiera deseado algo más contundente, menos silencioso.
Los melillenses son conscientes de lo que ocurre. Todos han oído del incidente en el que mandos de la Policía y la Guardia Civil fueron apedreados en Marruecos, del bofetón que un marroquí le pegó a una mujer policía (y de la respuesta posterior de otros funcionarios) porque no lo dejaba cruzar con un kilo y medio de sardinas; de los golpes que se llevaron los jóvenes belgas en la frontera por parte de policías españoles. Son parte de la vida en la frontera, con sus picos de intensidad, pero sin interferir demasiado en su día a día, necesariamente ligado a sus vecinos marroquíes.
Puede que Melilla sea un polvorín, pero parece un polvorín tranquilo.