San Francisco o Babilonia

Eduardo Chamorro

CULTURA

En medio de un guerra, la generación de los «baby bombers» vivió hace 40 años, el histórico verano del amor en San Francisco

27 jul 2007 . Actualizado a las 23:01 h.

Hubo cosas inesperadas e irrepetibles en aquellos tiempos en que la gente entró a perder lo poco que le quedaba de candor y de esperanza...Tiempos en los que un presidente americano podía prometer de todo corazón hacer algo que meses después se revelaba fuera de su alcance. América aún no había salido de los efectos de una confrontación rayana en lo nuclear alrededor de la isla de Cuba, ni de las consecuencias de ver caer bajo los disparos de un descabezado a un presidente del que estaba muy bien visto suponer que era un caballero de la Tabla Redonda, aunque, en realidad, fuera un hombre turbio y doble como el sólo.

Tampoco Europa parecía menos intoxicada por los efectos de una historia que ella misma se había echado encima. Algunos acariciaban la idea de un socialismo con rostro humano, y casi ningún europeo daba por segura la presencia del imperialismo de Moscú en la capital de una nación satélite. Pero el socialismo humanista se esfumó sin dejar a su espalda otra cosa que el aroma de un narcótico al que se aferraron quienes jamás se hubieran permitido la pesadilla que vendrían a ser los tanques soviéticos en las calles de Praga.

África se encaminaba en silencio al hambre, la hecatombe y el sida. Sudamérica contemplaba entusiasmada o colérica el festival del castrismo, lloraba o festejaba el cadáver del Che muerto a balazos en Bolivia, y echaba la culpa a los Estados Unidos del saqueo practicado sobre sí misma por la burguesía criolla.

Asia era una serie de monstruos roncando en el sueño de los diplodocus o de los agujeros negros, festoneada por una guerra de los Seis Días en Israel y de lo que sería una guerra de lustros en Vietnam, de donde Francia había salido con el rabo entre las piernas.

EL HUMO

Es curioso que lo más histórico o sociológico o peliagudo de aquellos años haya venido a ser una pregunta tan pintoresca: «Y usted ¿ha fumado marihuana alguna vez?». Es como para morirse de risa que de todo aquel candor perdido junto con la esperanza, sólo quede esa cuidadosa necedad convertida en banderín de enganche para intelectuales y artistas, estandarte de lo moderno y creativo, guardián del botellón, preludio de casi todo lo que se nos viene encima de la manera más tonta.

Pero en 1967 no teníamos un pelo de tontos. Y mira que teníamos pelo. Tampoco nos faltaba una cosa que no se había tenido antes ni se tendría en tal medida después. Aquella generación de los baby boomers, los nacidos del minucioso frenesí de la posguerra, aquellos que en los albores de 1967 contaban alrededor de los veinte años, eran gente con dinero en el bolsillo. Ninguna de las generaciones anteriores lo había tenido tan fácil, ni lo tendrían quienes vinieron después. Aquellos veinteañeros de los sesenta tenían el suficiente trabajo y el suficiente dinero en el bolsillo como para dar energía, escenario, vibraciones y demanda a la oferta de los Beatles, por ejemplo, en un mercado jamás visto hasta entonces. Aquellos jóvenes podían irse de la casa de los padres a un apartamento, a una comuna, o al campo para criar al conejo blanco de Alicia y a su liebre marceña y corretear por los sotos y los oteros desnuditos y con flores en las greñas y flautas de colores y gafas redonditas y descalzos o con unas chancletas sujetas a la planta por una especie de trabilla entre los dedos de los pies, que se pusieron de moda entonces procedentes de Vietnam. Porque esa era la palabra entonces. Vietnam, aunque pocos recordaran Dien Bien Phu, donde mordieron el polvo los franceses, y nadie imaginara la ofensiva del Thet con la que el Viet Cong del general Ho Chih Minh iba a poner las peras al cuarto frente a los marines.

Aunque ese era el porvenir desesperado que aguardaba su turno a la vuelta de la esquina, agazapado en una negra emboscada imposible de imaginar desde el desenfado y la espontaneidad de la cultura pop. Este era aún el tiempo en el que la gente de cualquier edad podía suponer que Kruschev significaba el deshielo y que el presidente Johnson cumpliría su promesa de sacar a los marines de Vietnam. La amenaza nuclear, bien presente hasta entonces, pareció desaparecer como por encanto, y los días se convirtieron en paseos campestres, en Strawberry Fields for Ever y en las rutas casi infinitas del All you Need Is Love, que conducían a la ciudad que más y mejor miraba a Oriente desde un Finisterre occidental en el Pacifico: San Francisco.

MODO DE VIDA

San Francisco era la ciudad del terremoto y de la fiebre del oro. Con poco más de medio millón de habitantes y apenas una docena de rascacielos, podía permitirse el lujo de vivir del cuento y suponer que la gente se ganaba la vida dejándose la piel a tiras en Los Ángeles, pero no en San Francisco, de donde era imposible marcharse sin dejarse uno el corazón entre las colinas revestidas de casas victorianas sobre las laderas hacia la bahía y el puerto con sus embarcaderos de madera al estilo Moby Dick y sus plataformas flotantes para que dormitaran los leones marinos bajo la tierna mirada burlona de unos pelícanos altaneros.

En San Francisco eran las chicas quienes piropeaban por la calle a los chicos. Levantada con el tesón y la sardónica esperanza de unos vagabundos convencidos de que podían sacar pepitas de oro estornudando por las esquinas, era la ciudad donde acababan todas las expediciones de los colonos hacia el Oeste. Cuando en Boston decían Go West pensaban en San Francisco, donde las chicas que habían aprendido a ir más allá del Misisipi llegaban escupiendo y blasfemando como si fueran hombres. A fuerza de pegar tiros y de matar indios y no tan indios, algunas llegaban hasta con pelos en el pecho. Eso daba un poco igual o adquiría, por el contrario, todo un complejo significado histórico, si se tiene en cuenta que, al cabo de aquellas expediciones de la costa oriental a la occidental, algunos hombres decidían quitarse el pelo de la dehesa comenzando por el de las tetas. La depilación podía ser una más de las ciencias y las artes impuestas por los chinos. Porque San Francisco también era algo china: tenía no poco que ver con unas silenciosas hordas de chinos aprovechadas para el tendido del ferrocarril. Los viajeros que sabían de que iba la cosa en Hong Kong, en Singapur o en Shanghái, podían ponerse a babear ante los refinamientos que adornaban los fumaderos de San Francisco, una ciudad que podía ser cara hasta el suicidio o tan barata como para que prosperaran los mexicanos wetbacks enganchados a la recogida de naranjas.

San Francisco podía ser una Babel o una Babilonia o lo que a uno le diera la gana. Entre todas esas posibilidades, ninguna ajena a la imaginación ni a las pócimas en ayuda de la fantasía, era también el lugar del nuevo mundo donde habían acabado dándose cita todas las tradiciones del antiguo. Puede que en San Francisco no hubiera masones, pero qué importaba eso si había templarios de toda y cualquier tendencia, mezclados con chamanes aztecas, persas o de los Cárpatos, auténticos o tan falsos como los druidas que recorrían las calles de Haight Ashbury ataviados con unos túnicas kilométricas y cantando Norma a voz en grito.

Podía ser una ciudad tan sosegada como para amparar el cultivo de unos suntuosos jardines japoneses o tan estrepitosa como decidió ser aquel verano de 1967, poco después de que los Beatles descubrieran que los gurús de la India podían combinarse a voluntad con el budismo a secas. También podía ser una ciudad secreta en la que podían concertarse citas prácticamente clandestinas desde Nueva York o desde Madrid. Algunos banderines de enganche del Departamento de Estado americano que funcionaban en Londres, por ejemplo, podían citar al recluta en San Francisco (si prometía los méritos suficientes).

CONVOCAR Y MOVERSE

Era un modo de vida, de convocar y de moverse. Era un modo de hacer las cosas casi sin darse cuenta hasta que, de repente, la cosa estaba ahí. Porque primero fue el festival de Monterrey de 1966, y luego, de súbito, casi inmediatamente, el festival del Human Be-In se extendió por Haight Ashbury y sus alrededores hasta el Golden Gate Bridge en cuyo extremo apoyado en Sausalito los vagabundos desayunaban langosta por menos de un dólar. En el lado de acá del puente, frente a la antigua cárcel de Alcatraz, el salpicón de lo mismo aún salía más barato.

Los caminos de aquel modo de vida se llenaron sin que nadie se lo esperara de gente que llevaba flores en el pelo quizá porque había oído cantar en Monterrey a Scott Mckenzie una canción que decía: «Si vas a San Francisco no te olvides de llevar flores en el pelo». Y, en efecto, la gente llevaba flores en el pelo y en cualquier lugar que lo permitiera, bordadas en los pantalones y recortadas y adheridas a los bombos que lucían orgullosas aquellas muchachas siempre desparejadas de pelambrera enmarañada o de lacias melenas que caminaban hacia San Francisco como si lo que dejaban a sus espaldas fuera un pasado tachado para siempre, y el futuro quedara comprometido con el dorado resplandor de cualquiera de aquellas colinas sobre las que se extendió el verano del amor.

Fue aquel un tiempo de canciones, festivales, ruidos, estrépito y silencio. Había habido ruidos muy raros, sobre todo en el golfo de Tonkín, donde un extraño sonido puso en alerta todos los sistemas de alarma submarina de los Estados Unidos, y se convirtió en la justificación más concreta para un estado de guerra entre América y Vietnam. El Congreso no aceptó aquella excusa, pero eso no impidió la escalada bélica que, en los días de aquel verano del amor en San Francisco, llevó a las guerrillas del Vietcong a meterse bajo tierra. Meses más tarde, Walter Cronkite, quizá el periodista televisivo más popular de la época, aseguró que aquel ruido no había sido sino el pedo de una ballena.

«¿QUÉ HACEMOS ALLÍ?»

El general Ho Chih Minh respondió a todo lo que América le echó encima con una estrategia casi prehistórica que consistió en desmontar las piezas de su artillería hasta convertirlas en su más mínima expresión. Un minimalismo artillero que le permitió entregar a cada combatiente en el norte del Vietnam una pieza perfectamente transportable a espaldas del guerrillero, cuyo resto del equipo de campaña consistía en un fusil y un tazón para la dosis diaria de arroz o de lo que se pillara en su larga caminata hacia el sur de Vietnam eludiendo la acción del enemigo.

Mientras tanto, en San Francisco y desde mediados de enero de 1967 hasta comienzos de octubre de ese mismo año, Buffalo Springfield atronó los aires con su canción For What It?s Worth ?algo así como ¿Qué hacemos allí??. Cuatro meses después, el Vietcong salía de sus madrigueras y atacaba con un frente racheado y selvático más de 30 capitales de provincias, más de 60 pueblos y un número estimulante o deprimente ?según quien los contara? de enclaves autónomos. En las plazas de Saigón comenzaron a aparecer vespinos que estallaban súbitamente. Los aires del verano del amor llegaron a las costas del Mekong sin otras flores que las que pudieran liarse en un canuto. La canción que sonaba dejó de ser la de Scott Mckenzie. La ofensiva del Thet convirtió la guerra de Vietnam en el espesor de una tiniebla de la que salieron 50.000 americanos muertos. La canción pasó a ser una de Donovan: To Susan in the West Coast Waiting / from Andy in Viet Nam Fighting. Y la guerra no había hecho casi nada más que empezar.