L a primera sensación que invade a cualquier lector al saber que el Códice Calixtino, una obra de valor histórico y cultural incalculable, ha sido robado del lugar en el que era custodiado es, sin duda, el estupor. Después, una profunda irritación, que nace de la sensación de que, además de una tropelía, se ha cometido un gravísimo atentado contra el patrimonio cultural, ya no de Galicia o España, sino de la humanidad en su conjunto. Pero, tras el estupor y tras la ira, surgen dos preguntas inquietantes: la de si el Códice estaba custodiado con unos medios acordes a su valor en todos los sentidos; y la de a quién puede ocurrírsele la idea descabellada, y en más de un sentido peregrina, de robar una pieza única, que, al serlo, tiene -por decirlo en lenguaje estrictamente comercial- una salida muy difícil. Respecto a lo primero -la capacidad de la Iglesia para vigilar como es debido un patrimonio que, más allá de concretos títulos de propiedad, pertenece a todo el mundo-, no cometeré la imprudencia de hacer valoraciones temerarias. Y ello porque, aunque cabría suponer que el Estado tiene más medios que la Iglesia para proteger obras de arte con los cuidados que aquellas se merecen, es lo cierto que la historia demuestra que la audacia de los ladrones resulta ilimitada. Se han robado obras de arte en algunos de los museos mejor protegidos del planeta, al punto de que los robos de película de la tropa de Danny Ocean (George Clooney) palidecen, a la postre, ante el atrevimiento de bandas criminales organizadas que son, en realidad, mucho menos simpáticas que la de las tres exitosas películas de Soderbergh. Ahora bien, una vez robada, ¿a quién puede interesar, salvo a un orate, comprar una obra que, por ser única, no podrá exhibirse en público jamás? Aunque cualquier respuesta por mi parte resulta igualmente complicada, es lógico pensar que el comprador potencial más cualificado es justamente aquel que ha sufrido el latrocinio (en este caso, no solo la Iglesia sino incluso el propio Estado), que podría, llegado el caso, estar dispuesto a negociar secretamente con los ladrones la recuperación de lo robado. Sea como fuere, ¿qué queda ahora? Pues poco más que confiar en que la policía -la española, desde luego, pero también las que hayan de colaborar con ella para el esclarecimiento de los hechos- hagan su trabajo, den con los ladrones y lo que en este caso resulta, me atrevo a decir, aún más importante, recuperen el Códice robado. Su desaparición constituiría además una malísima señal si viniese a confirmar la extendida sospecha de que España se ha convertido en objetivo prioritario de grupos criminales que se mueven, como Pedro por su casa, por un país que posee, entre otras cosas, un inmenso y riquísimo patrimonio cultural.