Cuántas trampas nos hace a diario la evolución. Por su culpa sucumbimos con frecuencia a esa comezón desagradable que son los nervios anticipatorios, un cuadro en el que las hormonas del estrés se activan y le indican a tu cuerpo que debería echar a correr aunque tu cabeza sepa que no puede hacerlo. El corazón se acelera, la boca se seca, el sudor empieza a deslizarse por la nuca y el estómago se enreda. Se entiende que el cuadro preceda a situaciones vitales difíciles, graves, inesperadas, pero desconcierta cuando aparece antes de sucesos intrascendentes. Por ejemplo, pasar la ITV.
Leo que triunfan las empresas a la que les pagas porque asuman ese trámite por ti y te liberen del tormento de enfrentarte a ese túnel diabólico en el que te van a pasar cosas terroríficas de cuya gestión depende tu vida como nunca antes había sucedido. No hay dinero mejor empleado que conseguir que alguien te evite esos nervios incontrolables que te nublan el cerebro cuando te ordenan darle a un botón que no sabías que existía, o te señalan que coloques las ruedas en una pasarela que no atravesaría el mejor funambulista o te ordenan que gires el volante de una forma que desconocías. Esa espera antes de saber que tu coche es apto para seguir viviendo es un trance que nadie debería pasar. Porque en la ITV, además de jugarte la existencia, te preguntas cómo es posible que ese íntimo amigo de cuatro ruedas al que ahora juzgan, que ha recorrido ya cuatrocientos mil kilómetros y ha abandonado hace tiempo su brillo y tersura natales, pueda ser condenado a desaparecer o, simplemente, pueda recibir un suspenso que sería más doloroso que el que te impidió terminar la carrera.
Resulta que hay más situaciones sin relevancia existencial en las que esos nervios anticipatorios asoman la patita. Esta semana llamó el CIS, a la búsqueda de datos para la encuesta electoral previa a los comicios gallegos de febrero. Y ahí estaba otra vez ese revoltijo previo a las preguntas de la encuestadora. En los doce minutos de conversación pasas por un autoexamen de lo más intenso, no solo por expresar en alto a quién vas a votar; por poner nota a las personas que concurren; por valorar cómo está el país en el que vives; cómo son sus gobernantes. Vas superando cada pregunta y el inexplicable temor de contestar mal hasta que al otro lado del teléfono escuchas una cuestión que la que no estabas preparada: «¿Cuál crees que es el principal problema de Galicia?». Se suelta así, de pronto, a bocajarro. Y tú respondes como puedes. Algo corto y enfático, porque crees que es lo que te piden. Y descubres que dos días después sigues dándole vueltas a la puñetera pregunta del CIS.