Patatillas

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15 feb 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

En este nuevo amanecer que hace unos años emprendió Portugal y que sofisticó al sobrevivir a la troika, los vecinos han consolidado un nuevo símbolo con el que el país se identifica de norte a sur. Se trata de la sardina, ese pez de la familia de los clupeidos, sabrosísimo y barato, que le pasa como a otras joyas del océano: si fuesen escasas, esquivas o arrogantes valdrían su peso en oro. Que hayan elegido la sardina manifiesta en qué lugar se colocan los portugueses en el mundo.

Si Galicia hiciese un proceso parecido, habría unos cuantos candidatos a símbolo. Entre el percebe y el grelo, el raxo y la castaña, hay un mercado entero de productos dispuestos a representar el alma nacional. Entre todos ellos, y aunque se ha hecho gallega hace apenas un puñado de siglos, centellea la patata, la portentosa solanácea domesticada en el lago Titicaca hace ocho mil años para manifestarse con hechuras divinas justo en este lugar en el que ya somos, sobre todo, comedores de patacas, con permiso de Van Gogh y obra y gracia de don Manuel Rivas.

El cachelo viene a ser nuestra estatua de la libertad, nuestra Marianne, Trafalgar Square y la puerta de Brandemburgo, una encarnación de fécula capaz de encaramarte al cielo desde la humildad suprema e innegociable, con piel y sin piel, esmagado entre el pulpo o aportándole cimientos a una insultante caldeirada con lo mejor de ahí fuera.

Podríamos hacer un mapa como el de las variedades dialectales con las zonas que engendran para el mundo a nuestra Kennebec, su piel fina y esa carne blanca y sedosa que huele a gloria. Podríamos incluso registrar la acepción patatilla, con la que por algún motivo el chip del tubérculo se denomina en las estribaciones del Sireno, y reclamar de una vez que la tortilla no es española sino gallega, porque solo nuestras patatas y nuestra manera de enredarlas con el huevo pueden alumbrar ese revuelto magistral que os de fóra devoran con la avidez con la que se sucumbe a una adicción inexplicable.

Y en medio de todo esto, van y le dan el óscar a Bonilla a la Vista y a César, uno de esos tipos increíbles que un día te explica en privado el secreto de sus patatas y al otro encaja con la normalidad de un sabio trabajado en Sabón que sus «lovely surprise», según adjetivación de The Guardian, sean hoy las Rosalía de la industria alimentaria patria.

Esas latas azules y blancas con su barquito (como las de las latas, no hay patatas...) haciendo pasmar al mundo son la evidencia de que la mejor forma de triunfar en la vida es empuñando una patata.