Cinco semanas de verano (más)

Fernanda Tabarés DIRECTORA DE VOZ AUDIOVISUAL

YES

XUNTA

30 mar 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Si la memoria es frágil, la meteorológica es casi siempre mentira. Aquel frío estruendoso y concreto de cuando eras niña lo provocaban casas con calefacciones deficientes y unos abrigos en los que todavía no había entrado la tecnología espacial. Pero esa percepción emborronada por los años y las circunstancias es compatible con la gran tragedia hacia la que avanza, firme, el planeta: una bomba climática con consecuencias devastadoras para la humanidad. Ni siquiera el primo de Rajoy niega ya un pronóstico que recibe cada día nuevas evidencias. La de estos días se resume en las cinco semanas que los veranos de nuestros hijos han sumado a los que vivimos nosotros en los ochenta. Así de brutal: el verano dura hoy un mes más que hace cuarenta años.

Es fácil adivinar las consecuencias de esas cinco semanas de reajuste meteorológico. De niña hasta un domingo duraba un año entero. El recuerdo del verano es el del tiempo suspendido, tardes de siesta con la casa en silencio, la luz cálida y confortable y el mundo amortiguado por aquella sensación que hoy sabes que era la felicidad y lo sabes porque un día se te empieza a escatimar y ya comprendes que la luz nunca volverá a tener aquel color. No puedo imaginar cómo recordarán nuestras hijas estos veranos eternos de ahora, cuál será la textura precisa de sus recuerdos, las consecuencias de un tiempo estirado en el que todo es más extremo. Puede que el verano siga avanzando y acabe engullendo al año entero y que todos los meses sean de estío e incendios hasta que de repente llegue el derradeiro verano de todos. El recuerdo de los viejos de mañana será el de una infancia recalentada.

EL AVANCE DEL DESIERTO

El informe este de la Agencia Estatal de Meteorología confirma el avance del desierto, la tierra baldía que se traga lo verde. El páramo es hoy 30.000 metros cuadrados más grande que hace cuarenta años, una superficie que la Aemet equipara a Galicia, como si Galicia fuera la medida de todas las cosas. Antes los hosteleros gallegos vivían en batalla perpetua contra los hombres del tiempo. Sus pronósticos de orballos y nieblas generalizadas ahuyentaban a los turistas. Por eso se inventó la teoría del microclima, uno por cada barrio. La previsión, decían indignados, despreciaba por sistema ese minifundio de singularidades climáticas en las que brillaba un sol templado y agradecido que contrastaba con la borrasca eterna de los mapas y sus chubascos plantificados por sistema en el noroeste. Pero cuanto más avance el desierto, más valor tendrá ese frescor que hoy se vende ya como valor en un país que sigue confiando en el turismo para oxigenarse el PIB y que al que cada vez acosan más fenómenos extremos y bombas meteorológicas, como si la atmósfera se hubiese puesto en guerra contra los seres humanos. Un desierto del tamaño de Galicia se ha instalado en la península. Tengamos claro donde está el oasis.