Y puesta de largo

YES

19 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

ya en los ochenta, aquella década que fue un estado de ánimo, a las adolescentes nos parecía una extravagancia insultante el baile del Casino de Pontevedra. Lo digo admitiendo que cada cual puede irse de fiesta como considere y ponerse de largo, de corto o en cueros cuando le pete, solo faltaba, pero todo lo que proyectaba aquella celebración ya era hace treinta años un corsé intolerable para quienes entendíamos que ser mujer tenía que estar reñido con ponerse en fila esperando a que un señor te saque a bailar. Además de aquella insoportable sumisión que el evento parecía recomendar a las chicas, el baile desprendía también la fragancia rancia de algo caduco, como si en el salón de baile y con las muchachas vestidas de organzas blancas un mundo felizmente superado se resistiera a desaparecer como en el vals de El Gatopardo. Solo era cuestión de tiempo que aquella ridiculez se extinguiera y que su recuerdo provocase la misma extrañeza indignada con la que hoy leemos que durante la dictadura una mujer no podía alojarse en un hotel sin el permiso de la autoridad, que para entonces era su señor marido. El futuro no tenía reservado un hueco para ese tipo de representaciones. Imposible.

Treinta y tantos años después hay que admitir el fallo estrepitoso de la predicción. El baile no solo no ha muerto de anacronismo, sino que ha recibido el respaldo institucional de todo un presidente del gobierno que ha convertido los salones del casino en la sede estival de la corte y los minués que dan ritmo a la danza en la banda sonora de un tiempo desconcertante. Solo hay que recordar la invitación difundida por Facebook y finalmente retirada por la organización en la que se especificaba el código de vestimenta de la fiesta. Ellos, esmoquin tradicional; ellas, «vestido de gala que como mínimo cubra los tobillos» con la prohibición expresa de comparecer con un esmoquin femenino, falda-pantalón, mono y un etcétera cargado de dolorosos prejuicios. El tarjetón se refería a ellos como «caballeros» y a ellas como «señoras y señoritas», insistiendo en ese terrible diminutivo contra el que al parecer no nos va a quedar más remedio que seguir luchando.

Seguro que las cuatro mil personas que asistieron a la fiesta a orillas del Lérez, incluso las seiscientas convocadas a la cena, todas las muchachas que bailaron un vals con sus padrinos -el ritual que las introduce en sociedad, según el código de la celebración-, reclaman su derecho a divertirse así y desprecian las alertas que una ceremonia así desata en muchas de nosotras. Muchas que consideramos extraño que a las mujeres se nos llame señoritas como alerta de soltería; que despreciamos que se considere inadecuado ir a una fiesta con esmoquin «femenino»; que se junte a 27 adolescentes mujeres en una carpa para recibir el ok de la sociedad; que se obvie que además de parejas heterosexuales las hay homosexuales; que se perpetúe un ritual claramente de clase; que todo reciba la bendición de un primer ministro y que no se reconozca que todo el protocolo perpetúa el papel de sumisas encantadoras que tantos problemas graves nos ha generado a las mujeres. Llámenme loca.

Y