Francisco Valiño es un abogado con el que, a veces, tropiezo en un mismo restaurante a la hora de comer. Entre plato y plato y en la sobremesa lee con fruición las voluminosas novelas del japonés Haruki Murakami. Suele soportar estoico las bromas de algunos pesados que se meten con su afición. El escritor nipón es muy aficionado al jazz. De hecho dice que no tiene tanto interés en que sus lectores entiendan sus metáforas o el simbolismo de su obra como que se sientan como en los buenos conciertos, «cuando los pies no pueden parar de moverse bajo las butacas marcando el ritmo». Y así se sentía el público ante la creación monumental del reconocido compositor Sergio Moure de Oteyza en el estreno de su Sinfonía de Bergantiños. Un homenaje a su tierra de nacimiento en el que la nostalgia y la melancolía inundan un primer movimiento cargado de recuerdos del lugar del que un día se fue para volar libre sobre altas cumbres. Mientras, en el segundo, el mar de las Sisargas, ese Atlántico cargado de energía que acomete incesante contra los acantilados de las islas malpicanas, aparece como el espacio añorado desde la otra orilla. Las trompas y los efectos sonoros exprimidos a los recursos instrumentales transportaron a los presentes hasta las corrientes del océano incansable. Y, por fin, la apoteosis, su Carballo pleno de energía con la orquesta clásica acompañada de pandeiro, zanfona y cantareiras, que estalló en una tormenta de aplausos con toda la plaza de pie, mientras las meigas se aprestaban a su aquelarre en lo alto del Monte Neme. No pudo haber mejor preludio a un San Xoán que nos transporta hasta las tradiciones más enraizadas en la piel de nuestra cultura. Cuando la emoción se impone, lo demás pierde valor.